Cáliz de Sangre

Capítulo XXIX

La luz de la mañana apenas se filtraba entre las rendijas polvorientas de la ventana superior. Era una claridad opaca, pálida, casi indecisa, como si el día aún dudara en nacer por completo. Julius Grey ya estaba en pie desde hacía horas. No por ansiedad, ni por deber, sino porque la quietud del amanecer le permitía una clase de concentración que el bullicio del día jamás ofrecía.

Aquel era su ritual. Uno que nadie presenciaba, y que él no permitiría compartir. Organizaba los frascos de su botica con un rigor más cercano a lo religioso que a lo práctico. No bastaba con agruparlos por orden alfabético —también por tipo de efecto, toxicidad y olor residual—; debían estar alineados en perfecta simetría, con las etiquetas centradas, las letras orientadas exactamente hacia él, sin el más mínimo desvío. Si alguna estaba apenas ladeada —un grado bastaba—, la retiraba, revisaba su contenido, limpiaba la base con un paño seco, y volvía a colocarla con una lentitud precisa.

«Aconitum napellus, mortal en dosis mayores a dos granos. Mano temblorosa, si no estás atento».

Lo colocó en el extremo superior izquierdo. A su lado, deslizó otro frasco más pequeño.

«Belladonna. Dilata pupilas… y también voluntades».

Sobre el mostrador, un cuaderno de tapa negra registraba cualquier alteración; niveles de evaporación, variaciones de color, frascos con etiquetas que necesitaban reescribirse. El mundo podía ser un caos, pero allí dentro, todo obedecía su criterio.

«Cicuta virosa. No confundir con Petroselinum. Un error... y adiós a la respiración».

Sus labios dibujaron una sonrisa apenas visible. Le gustaba este juego. Repetir mentalmente los nombres latinos, —de sus plantas y flores— como un sacerdote que repasa letanías en una iglesia de cristal y veneno.

«Digitalis purpurea. Corazón lento, pero no por amor».

Al llegar a la Hyoscyamus niger, la tomó entre el índice y el pulgar. Miró su contenido oscuro y denso con un deje de ternura casi paternal.

«Hyoscyamus. Histeria, alucinaciones… y sueños sin retorno».

Colocó el frasco en su sitio exacto —dos milímetros a la derecha del anterior, el cristal tocando apenas el borde de la etiqueta de la Lavandula angustifolia— y dio un paso atrás, admirando la línea perfecta, como si se tratara de una partitura en la que cada nota envenenada estaba en su justo compás.

Fue mientras enderezaba por tercera vez el frasco de Matricaria chamomilla que escuchó el tintinear de las campanitas colgadas sobre la puerta. Su mirada no se movió del cristal.

—Está cerrado —dijo con voz seca pero no descortés, aún sin volverse—. El cartel es visible desde la calle, incluso para quienes ignoran el significado de las letras. Regrese en media hora… o muérase en paz.

—Doctor Grey.

La voz que respondió no era la de un paciente cualquiera. Había en ella algo contenido y medido. Uniformado.

Julius se giró con parsimonia. Un hombre delgado, de rostro severo y sombrero entre las manos, avanzaba cerrando la puerta tras de sí. El doctor lo estudió unos segundos en silencio, como si analizara sus proporciones, sus gestos, sus hábitos de higiene. Finalmente, habló.

—¿Y usted es?

—Inspector Langley, del cuerpo metropolitano. Lamento irrumpir tan temprano, señor. No lo haría si no fuera urgente.

—Siempre es urgente cuando alguien sangra —murmuró Julius—. ¿En qué puedo servirle?

Langley tragó saliva antes de responder.

—Anoche hallaron un cuerpo sin vida en un callejón, a unas calles de Covent Garden. En circunstancias… extrañas.

Julius enarcó una ceja con elegante desdén.

—¿Extrañas cómo? ¿Demasiado limpio para ser un borracho apuñalado? ¿Demasiado frío para una muerte por asfixia?

—Demasiado inexplicable para el forense habitual. Y no queremos que la prensa saque conclusiones antes que nosotros. Su pericia sería de gran utilidad.

La sonrisa de Julius fue lenta y sin alegría. Se inclinó hacia el inspector apenas unos grados.

—Ah, así que desean un informe que no huela a incienso ni superstición. Me halaga. Aunque me preocupa que hayan venido directamente a mí. Eso suele significar que el cadáver ya ha comenzado a plantear preguntas que nadie quiere responder.

Langley no negó ni afirmó.

—¿Vendrá?

—Por supuesto. Dígale a sus superiores que su instinto ha sido correcto. Algunas verdades solo se revelan si se corta en el ángulo adecuado. Cinco minutos —sentenció con una inclinación apenas perceptible—. Si va a interrumpirme, al menos hágalo con la cortesía de esperar mientras me visto para la ocasión.

Se dirigió a la habitación contigua sin esperar respuesta. Allí, el aire olía a hierro limpio y madera pulida. En un estante bajo, descansaba su maletín de cuero negro, impecablemente encerado, cerrado con broches de bronce que brillaban como ojos vigilantes. Lo abrió con parsimonia, y uno a uno, dispuso los instrumentos sobre una toalla blanca extendida sobre la mesa, bisturíes de distintos tamaños, una lupa montada en latón, fórceps, una pequeña sierra, frascos vacíos para muestras y una libreta de notas encuadernada en piel negra, sin una sola arruga en sus páginas.




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