El desayuno transcurría en silencio, como solía ocurrir en la casa Whitmore. La luz de la mañana se colaba a través de los ventanales del comedor, iluminando la porcelana blanca, el pan aún humeante y la taza de té que Henry sostenía con gesto ausente. Frente a él, el periódico del día, The Times, abierto por la sección de noticias locales. El titular, discreto pero inquietante.
«Hallazgo trágico en la zona de Covent Garden. Investigaciones en curso».
El silencio del comedor era apenas interrumpido por el crujido del papel al pasar la página. Sus ojos repasaron cada línea con creciente inquietud. El muerto era un joven de diecisiete años, aprendiz de sastrería. Había sido hallado al amanecer, en un callejón sin nombre entre Endell y Shelton Street, apenas a unas calles del Covent Garden. El informe policial había sido escueto, varón joven, sin signos de robo, sin testigos. Un suceso oscuro, incomprensible, y demasiado cerca de donde su hija solía frecuentar.
«Demasiado cerca»
No terminó el té. Se levantó sin hacer comentarios, con una rapidez impropia de su habitual calma, y salió del comedor. Su andar fue firme, casi urgente, mientras cruzaba el pasillo central de la casa. Al llegar al vestíbulo, allí estaba Eleanor, con su abrigo claro y un ramo de guantes en la mano. Se disponía a salir junto a Marianne.
—¿A dónde van? —preguntó, sin alzar la voz, pero deteniéndose justo frente a la puerta.
—A la floristería, y luego a ver a Madame Vauclaire —respondió Eleanor, sin notar el cambio en el tono de su padre—. Tiene nuevas telas desde París.
—Hoy no saldrás —respondió Henry. El tono era calmo, pero definitivo.
Eleanor frunció el ceño, sorprendida.
—¿Por qué no? Es apenas media mañana, y Marianne me acompaña. Volveré antes del mediodía.
Henry la observó un segundo más. No quería decirlo, no de esa manera, pero no encontraba otra forma. Respiró hondo.
—Han hallado un cuerpo. Un muchacho. Fue encontrado hace apenas unas horas, en un callejón entre Endell y Shelton Street.
Eleanor parpadeó. No comprendió del todo al principio, pero algo en la mirada de su padre le heló la sangre. Marianne bajó la vista.
—¿Un crimen...? —murmuró Eleanor, como si la palabra misma le resultara difícil.
Henry asintió, con gesto grave.
—No quiero que salgas sin acompañamiento. No mientras no se sepa quién fue ni por qué. Covent Garden está demasiado cerca.
—Pero es de día, padre. Además, Marianne...
—No es suficiente. —Su voz fue firme, como una sentencia—. Eleanor, tú no sabes lo que se ve en una escena así. Y no quiero que algún día, por una decisión imprudente, sea tu nombre el que aparezca en las páginas del periódico. No podría soportarlo.
Ella lo miró en silencio. No discutió más.
Henry apretó la mandíbula un instante, como si sopesara una resolución más difícil de lo que aparentaba.
—Enviaré una carta a Lord Everleigh. Le pediré que te acompañe esta tarde, si aún deseas ir. Solo con él o con alguien de confianza podrás salir.
Eleanor bajó la vista, resignada.
—Como desees, padre.
Él asintió. Ya más tranquilo, le tocó suavemente el brazo.
—No es un castigo, hija. Solo... precaución.
Ella no respondió. Pero en sus ojos se leía algo entre la frustración y la comprensión. Sus labios se cerraron en una línea delgada. Hubiera preferido otra solución, pero sabía que su padre no hablaba desde el capricho. Se volvió hacia Marianne con una leve señal. La doncella entendió, y ambas se retiraron en silencio.
En el despacho, la pluma se deslizaba sobre el papel con destreza y una caligrafía pulcra, componiendo con brevedad el mensaje que enviaría a Lord Everleigh.
«Lord Everleigh:
Me permito solicitarle que acompañe a Eleanor esta tarde, si sus compromisos lo permiten. Debido a un suceso ocurrido esta mañana en las inmediaciones de Covent Garden. Aunque la situación no parece alarmante por el momento, considero prudente que no salga sola.
Confío en su discreción.
H.W».
* * *
El comedor de los Everleigh olía a té negro, porcelana antigua y represión. La lluvia había cesado hacía poco, dejando una humedad que empañaba los ventanales altos, a medio cubrir por cortinas de brocado azul. La luz del día entraba tamizada, apenas suficiente para bañar de plata los bordes del mobiliario. A pesar del mantel blanco, del orden meticuloso de los cubiertos y del silencio cultivado como un arte, había algo estancado en el aire, como si todos hubiesen olvidado respirar.
Rose, erguida y perfecta en su silla, revolvía su taza con un gesto ausente. Sus dedos, largos y delgados, adornados con un único anillo de esmeralda, se detenían cada tanto, como si el leve tintineo de la cucharilla fuera lo único que mantenía el hilo de sus pensamientos. No hablaba. Su rostro, aún hermoso, estaba más pálido que de costumbre.
Nicholas Everleigh, al otro extremo de la mesa, se sumergía en The Times con la intensidad de quien busca algo más que noticias. Vestía ya su chaqueta gris de la mañana, el pañuelo perfectamente doblado en el bolsillo. El periódico crujía cuando giraba la página, un sonido breve que acentuaba la quietud.
—Han encontrado un cuerpo, a unas calles de Covent Garden —murmuró sin apartar la vista de la hoja—. Un muchacho, según dice aquí.
Charles levantó apenas la mirada desde su plato. Los huevos pochados seguían intactos. No tenía hambre. La frase flotó unos segundos antes de asentarse.
—¿Mencionan algo más?
Nicholas giró el papel, repitió en voz baja:
—No. Fue hallado esta madrugada. Sin detalles. La policía investiga.
No había compasión ni sorpresa en su voz. Solo una observación desprovista de afecto, como si hablara del clima o del valor de las acciones. Un muerto más en Londres. El subtexto era claro, «nada que afecte a los nuestros».