El reloj marcaba las once cuando el carruaje de los Everleigh se detuvo frente a la residencia Whitemore. Desde el salón, Beatrice cerró el periódico con manos temblorosas. Lo había leído tres veces, y aun así las palabras seguían pareciendo irreales. Un joven aprendiz asesinado cerca de Covent Garden, sin testigos, sin una gota de sangre. Se llevó una mano al pecho, como si eso pudiera contener el desasosiego que le provocaba pensar que su hija solía frecuentar aquella zona.
—En plena ciudad … —murmuró apenas, sin dirigirle la frase a nadie en particular.
—He dado órdenes para que nadie salga sin compañía —dijo Henry desde el recibidor, firme. Su voz no era de alarma, sino de determinación. Ya vestido, guantes en mano, esperaba la llegada de Charles con la tensión contenida de un padre que ha visto demasiadas tragedias en los periódicos como para arriesgar una propia.
El mayordomo anunció la llegada de Lord Everleigh con un gesto comedido. Henry se adelantó hasta la puerta antes de que Charles siquiera descendiera del carruaje.
—Gracias por venir con tan poco aviso —le dijo, estrechándole la mano—. Eleanor necesita hacer unas diligencias esta mañana, pero no pienso permitir que vaya sola o sin seguridad. Confío en que usted podrá acompañarla.
Charles asintió con sobriedad, ocultando bajo su porte impecable el nudo que comenzaba a formarse en su estómago. No era sólo un encargo: quizás esta vez, por fin, podría demostrarle algo a Eleanor sin que mediara la corrección constante de su padre, ni el cálculo de sus propias intenciones.
—Será un honor, Lord Whitemore. Me aseguraré de que nada la perturbe.
—Eso espero. No toleraría lo contrario —respondió el conde, con la mirada fija, cargada de una autoridad que no admitía réplica.
Entonces, los pasos de Eleanor bajando por la escalera cortaron el silencio. Vestía un abrigo de lana azul marino, elegante, pero sin ornamentos, y llevaba un pequeño sombrero ladeado que dejaba ver parte de su cabello recogido con esmero. No se la veía temerosa, sino resguardada. Su rostro estaba más pálido de lo habitual, aunque mantenía la compostura como si temiera que cualquier muestra de emoción fuera señalada como debilidad.
Cuando vio a Charles, su expresión no varió.
—Lord Everleigh —saludó con un leve movimiento de cabeza.
—Lady Whitemore. —Él hizo una leve reverencia y le ofreció el brazo con suavidad.
Ella lo tomó, apenas rozándolo con los dedos enguantados.
Y sin añadir palabra, cruzaron la puerta principal, envueltos por el gris indeciso de la mañana londinense. Un aire frío soplaba desde el este, arrastrando consigo los ecos de una muerte todavía sin nombre.
El carruaje avanzaba entre calles que apenas empezaban a sacudirse el letargo. Dentro del vehículo reinaba el silencio. Charles se removió en su asiento, ajustándose los guantes, aunque no hacía frío. Eleanor miraba por la ventanilla, el rostro sereno y casi inaccesible, se mantenía erguida, con las manos cruzadas sobre el regazo, observando por la ventanilla los escaparates abriendo lentamente.
—¿Por qué ir a la floristería tan temprano? —preguntó él, esforzándose por sonar casual.
Ella respondió con voz serena, sin apartar la vista del cristal.
—A esta hora suelen llegar los ramos frescos del campo.
Charles asintió, como si eso tuviera algún peso. Hizo una pausa incómoda, luego lo intentó otra vez.
—Recuerdo que cuando éramos niños se enojaba si alguien arrancaba flores del jardín. Decía que era una crueldad innecesaria.
Eleanor giró levemente el rostro, lo justo para mirarlo.
—¿Usted recuerda eso? —dijo sorprendida entrecerrando los ojos.
—Bueno, sí… —dijo, con una media sonrisa—. Usted me lo dijo justo después de que arranqué un puñado entero para obsequiárselo.
Ella desvió la mirada, pero la sombra de una sonrisa cruzó sus labios.
—Y mi madre me obligó a agradecerle con una reverencia.
—La más cortés y la más ofendida que he recibido jamás —añadió él, con un deje de humor torpe junto con una pequeña risa en voz baja.
El silencio volvió, pero esta vez no fue tan espeso.
—No soy particularmente bueno con las flores —continuó Charles, tanteando el terreno—. Una vez llevé un ramo de lavanda a una señorita y resultó que era alérgica. Pasó toda la tarde estornudando.
Eleanor dejó escapar una risa breve y contenida.
—¿Y no lo notó?
—Pensé que estaba emocionada —replicó él, encogiéndose de hombros con un dejo de ingenuidad y ternura.
La risa de ella fue más clara ahora, aunque aún discreta. Charles se permitió una sonrisa más sincera esta vez. No era mucho, pero era más de lo que había creído poder conseguir.
El carruaje se detuvo junto al borde de la acera, frente a la pequeña floristería de ladrillo rojo cuyo escaparate aún estaba siendo organizado. La ciudad se desperezaba con lentitud, pero el ambiente tenía una densidad inusual. No era sólo la niebla matinal lo que pesaba en el aire, sino ese murmullo contenido de las calles que hablaban más por lo que callaban: las miradas esquivas, los pasos apresurados, los periódicos doblados bajo el brazo con titulares que nadie quería leer en voz alta.