La boutique de Madame Vauclaire desprendía un aroma espeso a telas finas, esencias francesas y madera encerada. La luz que se filtraba por los ventanales era suave, tamizada por cortinas de encaje marfil, y creaba reflejos tenues sobre los maniquíes vestidos con encajes, terciopelos y muselinas de importación. Cada rincón tenía el orden riguroso de lo exquisitamente caro, donde hasta el silencio parecía costoso.
Charles, con las flores aún en una mano y el brazo de Eleanor en la otra, entró como quien no deseaba perturbar el equilibrio del lugar. Apenas dentro, ella soltó su brazo con naturalidad y se acercó al mostrador a hablar con una de las asistentes. Él no insistió. Le dio su espacio. Se dedicó a observar los detalles del entorno —las cajas lacadas, los sombreros dispuestos como coronas, los bordados delicados— mientras el murmullo bajo de clientas y dependientas llenaba el aire con una vanidad tranquila que sólo prospera en lugares así.
Y entonces, como si un recuerdo se hubiera materializado en carne, apareció Lady Lucienne.
Entró envuelta en una capa borgoña ribeteada en piel clara, acompañada de una doncella que caminaba dos pasos detrás. El brillo de su cabello recogido, el porte al andar, la manera en que sus labios apenas se curvaban al mirar a su alrededor: todo en ella era estudiado. Lucienne no caminaba por la boutique, se deslizaba como un perfume. No venía por vestidos. Venía por atención. Y por la pequeña satisfacción de robarla… aunque no le perteneciera.
Sus ojos —luminosos como el oro, pero fríos como el mármol— se posaron en Charles con una precisión quirúrgica. No hubo sorpresa, sólo una sonrisa sutil que no contenía afecto, sino reconocimiento… del eco que sabía dejar.
Charles se tensó. Fue apenas perceptible, pero en su mandíbula y en la forma en que sus dedos se cerraron sobre las flores, se dibujó la huella de una emoción mal enterrada. Lucienne había sido la ruina silenciosa de su adolescencia tardía. No por lo que fue, sino por lo que él creyó que ella era.
Sus ojos recorrieron el lugar con ligereza hasta detenerse, apenas un segundo, en la joven de cabellos oscuros junto al mostrador. No dijo nada, pero la curva de su sonrisa se afiló apenas… como si intuyera que había algo que quitar. Lo había visto en compañía de aquella mujer que conocía bien, en un momento donde parecía feliz, tranquilo… y eso no podía permitirlo. Había algo en su interior —ese hueco que se alimentaba del deseo ajeno— que no toleraba que un hombre que alguna vez la adoró, ahora no la necesitara. Lucienne no lo quería. Nunca lo había querido. Pero lo quería pendiente.
Y entonces, como si el tiempo no hubiera pasado, algo en él se rindió. No con claridad, no con decisión, pero sí con esa debilidad sedosa que se parece al deseo. Bastó una mirada de Lucienne —ese leve brillo de reconocimiento, ese gesto que siempre parecía guardarle un secreto— para que lo olvidara todo por un instante. Eleanor, la conversación, las flores en su mano. Todo se volvió un fondo borroso, irrelevante.
Charles no pensaba que aún la amaba. Pero al verla, lo que había muerto no parecía muerto. Solo dormido. Y ahora, al menor roce de su voz o su perfume, despertaba.
—Qué coincidencia encontrarlo aquí, Charles —dijo Lucienne, con la ligereza de quien menciona un perfume apenas recordado.
Él inclinó levemente la cabeza, con la cortesía justa.
—Lady Lucienne.
—Oh, aún “Lady”. Me halaga que conserve la formalidad… o el resentimiento. Nunca estoy segura de cuál prevalece.
Charles esbozó una sonrisa breve.
—Tal vez ambos. Hay hábitos difíciles de abandonar.
—Algunos no desaparecen. Solo descansan en silencio —sus ojos lo recorrieron con elegancia, sin prisa, como si adivinara cada nueva sombra en su rostro, cada leve tensión en sus hombros—. Ha cambiado.
—¿Para bien?
—Para mí, siempre fue interesante —respondió ella sin pestañear—. Aunque, claro… rara vez me quedo con lo interesante. Prefiero observarlo desde lejos.
Charles desvió la mirada. Años después, todavía no sabía si aquellas palabras eran una confesión o una burla.
—Me alegra verla bien, Lucienne.
—¿Cree usted que lo estoy? Qué generoso… —rozó un tocado con sus dedos enguantados, girándolo con estudiada indiferencia—. Aunque hay quienes dicen que aún arrastro tras de mí los ecos de ciertos hombres que no supieron olvidarme. Sería descortés no reconocerlo.
—Algunos de esos hombres simplemente no supieron alejarse —murmuró Charles.
—Y otros fingieron haberlo hecho… hasta que volvieron a mirarme a los ojos.
El silencio cae entre ellos como una piedra en el agua. Cuando Lucienne con una grácil sonrisa dice:
—Ella es hermosa, por cierto —añadió Lucienne, sin volverse hacia Eleanor—. Pero no se inquiete. No he venido a interponerme. Solo a recordar. Aunque a veces… lo que se recuerda con fuerza, acaba por volver.
Lucienne le dedicó una última sonrisa a Charles —una de esas que no pedían respuesta, pero exigían permanencia— y se volvió con aire de haber ganado algo. Se alejó despacio, como quien no abandona una conversación, sino que deja abierta la posibilidad de un regreso.
Charles permaneció inmóvil por un instante, y luego, sin pensarlo, comenzó a seguirla.