El carruaje avanzaba con ritmo constante, amortiguado por el repiqueteo de la lluvia sobre el techo. Las gotas golpeaban los cristales con suavidad insistente, desdibujando los contornos de las calles y de los paseantes que se apresuraban bajo paraguas oscuros. Dentro, el aire estaba enrarecido por un silencio espeso que ninguno de los dos se atrevía a romper.
Eleanor iba sentada a una distancia considerable de Charles, lo más lejos que el espacio le permitía sin rozar la descortesía. Sus manos reposaban sobre su falda, una sobre la otra, con la rigidez de quien se obliga a mantener la compostura. Frente a ella, sobre el asiento opuesto, yacían las flores y las telas cuidadosamente dobladas, mudos testigos de un paseo que ya no parecía tener sentido.
Charles no había dicho palabra desde que salieron de la boutique. Miraba por la ventana con expresión vacía, como si el mundo fuera un paisaje que se movía sin él. Eleanor tampoco intentó llenar ese vacío. El murmullo de la ciudad bajo la lluvia era más honesto que cualquier intento de conversación.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Whitemore, Charles bajó primero. Se giró de inmediato y, como correspondía a un caballero, extendió la mano para ayudarla a descender. Eleanor aceptó el gesto con fría cortesía. Sus dedos tocaron los de él apenas un instante, sin calidez, y tan pronto sus pies pisaron el empedrado húmedo, retiró la mano.
Una criada acudió al instante para tomar su capa, empapada por la humedad del aire, y otra más se aproximó desde el interior para recibir los paquetes y las flores que habían sido trasladados con discreción desde el carruaje. Eleanor se limitó a asentir, sin dar instrucciones. Todo parecía seguir su curso sin necesidad de su voz.
Charles aún permanecía cerca, como si dudara en despedirse, pero ella no le ofreció una palabra, ni una mirada. No con enojo. Solo con esa calma distante que duele más que la rabia. Él, tal vez, comprendió que no tenía permiso para decir nada. O quizás no encontró el modo de hacerlo.
Eleanor entró a la casa sin volver la vista atrás. No lo miró a él. No miró el carruaje cuando se alejó. Y en ese gesto silencioso, había más firmeza que en cualquier discurso.
El aire del vestíbulo estaba tibio, con el tenue aroma del fuego encendido en alguna chimenea lejana. La luz que filtraban los vitrales era opaca por la lluvia, y las paredes parecían más altas, más frías que de costumbre. Caminó con paso lento, dejando que el eco de sus propios zapatos la acompañara.
Subió las escaleras sin prisa, cruzó el pasillo con la cabeza erguida, y solo cuando estuvo dentro de su habitación —cuando la puerta se cerró tras ella con un clic suave— dejó escapar el aire que había contenido desde que salieron de la boutique.
Se despojó de los guantes con movimientos calmos y dejó que la doncella le retirara los broches del vestido para ponerle otro más cómodo de casa. No dijo nada. No pidió nada. Solo aguardó a que se marchara.
Cuando se quedó sola, caminó hasta la ventana. El cielo estaba gris y el jardín, empapado. Las flores recién compradas debían de estar ya en algún jarrón del salón, aunque no tenía deseos de verlas. Dejó cuidadosamente las telas sobre la cama, las extendió una por una, asegurándose de que no tuvieran ninguna arruga.
Fue entonces cuando escuchó un leve rasguido en el balcón.
Alzó la mirada, sorprendida, y el corazón le dio un vuelco al ver una figura mojada y temblorosa tras el cristal. El pequeño gato rascaba con una de sus patas, suplicando entrar.
—¡Lumen! —susurró, apresurándose hacia la puerta.
Abrió sin dudarlo. El animal, empapado y aterido, se dejó envolver por sus brazos sin resistencia. Eleanor lo acunó con cuidado, tomó unas mantas y lo secó con la delicadeza con que se abriga un secreto. Lumen, aun temblando, ronroneaba con ese sonido profundo que solo se ofrece a quienes han sido elegidos.
Lo depositó sobre el diván, envuelto como un nido improvisado. Y por primera vez en todo el día, se permitió sonreír, aunque la sonrisa no llegara del todo a los ojos.
Se acercó a la puerta entreabierta, asomándose con discreción al pasillo. Una de las criadas pasaba por allí y Eleanor le dirigió una solicitud breve y suave: algo para comer, nada demasiado elaborado. Algún aperitivo con algo de carne o pescado, si era posible. Nada más.
Cuando la bandeja llegó minutos después, la recibió sin dejar que nadie más entrara. Se sentó con ella al borde del diván y, sin prisa, separó los trozos de carne del resto, cortándolos con delicadeza en porciones pequeñas. Lumen alzó la cabeza con interés, olfateando el aire, y maulló con suavidad.
—Tú no te irás con nadie más… ¿verdad? —le dijo Eleanor en voz baja, casi como quien confiesa algo que no se atreve a preguntar.
El gato no respondió, pero ronroneó con fuerza mientras devoraba la comida ofrecida. Ella lo observó en silencio, acariciándole con los dedos el lomo húmedo.
Después tomó una jarra de agua del tocador y vertió un poco en el platillo de loza blanca que normalmente se usaba para lavarse las manos antes de cenar. Lo dejó a un lado del diván, como si aquello fuera lo más natural del mundo: compartir su habitación, su silencio… y lo poco que aún sentía propio.
Eleanor se sentó junto a Lumen en el diván, acariciándolo con lentitud mientras el gato comía satisfecho. El murmullo lejano de la lluvia contra los cristales era la única música en la habitación. Por unos instantes, la melancolía pareció volverse soportable.