Desde el día en que Beatrice confrontó a Eleanor por su descuido en público, la atmósfera en la mansión cambió de forma casi imperceptible. No hubo castigos explícitos ni órdenes estrictas, pero el mensaje quedó claro: era mejor que no se dejara ver. Las veladas privadas continuaron como si nada, aunque la presencia de Eleanor se volvió una ausencia constante. Al principio fue un acuerdo tácito; después, una elección silenciosa. Permanecía en su habitación durante días enteros. Ya no permitía que su doncella ni las criadas cruzaran el umbral. Se asomaba apenas para tomar la bandeja de comida, cerrando la puerta de inmediato para regresar a su rincón con libros y la compañía leal de Lumen.
Los días eran lentos, iguales, envueltos en una quietud espesa que se extendía como niebla en los corredores. Eleanor leía por las tardes, a menudo sin retener lo leído, mientras la lluvia golpeaba los ventanales con monotonía. A veces caminaba en círculos por la habitación o se sentaba junto al balcón entreabierto, contemplando las copas del bosque de Epping, oscurecidas por la bruma perpetua que parecía no abandonar el paisaje. El encierro no era del todo impuesto, pero la resignación se había instalado como una segunda piel.
Aquella noche, el sueño llegó con la suavidad de un veneno. Eleanor cayó lentamente en él, sin resistencia, mecida por el calor del fuego y el ronroneo de Lumen. El peso de los días recientes parecía disolverse, hasta que ya no supo en qué momento había dejado de estar despierta.
Soñó que estaba en el bosque.
Pero el mundo no era el mismo. Los colores eran más intensos, saturados con una viveza que rozaba lo irreal. El musgo olía a humedad añeja, a madera fermentada, a raíces abiertas. El crujido de una rama le sonaba como un latido extraño y lejano. El aire, espeso como terciopelo, se pegaba a la piel —aunque ya no tenía piel, sino pelaje tibio y suave, el de una cierva joven. Ligera, ágil. Sentía el suelo húmedo bajo sus pezuñas, el roce áspero de los helechos en los flancos, el latido frenético de un corazón pequeño y frágil. Todo en su cuerpo respondía al instinto: la respiración entrecortada, los oídos girando con nerviosismo, los ojos dilatados que absorbían la oscuridad.
Caminaba entre la maleza con paso tenso, guiada por una incomodidad que se anidaba en las entrañas. No sabía por qué, pero algo estaba mal. La quietud del bosque no era natural. Los árboles parecían demasiado erguidos, el silencio demasiado cerrado. Entonces lo sintió. No lo escuchó ni lo vio: lo sintió. Una vibración detrás de ella, un peso invisible que la acechaba desde el fondo del bosque.
Corrió.
Saltó troncos caídos, esquivó ramas que le rasgaban el lomo como uñas vivas, se deslizó entre la niebla espesa mientras el mundo se volvía un torbellino de ramas, barro y miedo. Detrás de ella, no pasos, no zancadas, sino un arrastre oscuro y constante, como si la noche misma hubiera cobrado forma y la persiguiera. El instinto tomaba el control: no pensaba, solo corría. Corría con el aliento desgarrándole la garganta, con el pecho a punto de estallar. No podía mirar atrás. No debía.
Tropezó.
Una raíz escondida, una piedra húmeda. Cayó, rodó entre la maleza. El barro la envolvió como un abrazo viscoso. Trató de incorporarse, pero la sombra la alcanzó. No tenía rostro ni forma definida, pero su cercanía era palpable, como un aliento cálido y espeso en la nuca, como una lengua de hambre rozándole la garganta. No era un depredador natural. No era un lobo. No era un oso. Era algo más.
Y despertó.
El grito se ahogó en su garganta. Abrió los ojos de golpe, jadeando, con el cuerpo cubierto de sudor frío. Las sábanas empapadas se pegaban a su piel como vendas. El fuego de la chimenea era apenas un resplandor moribundo, y en el aire flotaba una humedad densa, helada. Se quedó tendida, sin moverse, el pecho subiendo y bajando con fuerza, los ojos muy abiertos, intentando aferrarse a la realidad. La habitación era oscura, pero no del todo silenciosa: oía su propia respiración, el zumbido bajo del viento afuera. Su corazón tardaba en calmarse.
Entonces notó a Lumen.
El gato ya no dormía a sus pies. Estaba erguido, con el lomo arqueado, las orejas tensas y la cola erizada. Su cuerpo entero era una línea de alerta, una escultura viva del miedo. Los ojos ámbar brillaban con intensidad sobrenatural, fijos en uno de los rincones más oscuros de la habitación.
Eleanor siguió esa mirada.
En la penumbra, una figura delgada se perfilaba con inquietante precisión. Alta. Inmóvil. Apenas insinuada entre las sombras, como si la oscuridad misma hubiese decidido tomar forma tan solo por un instante. El corazón le dio un vuelco, como si intentara abrirse paso entre sus costillas. No podía moverse, solo observar. La figura no avanzaba, no hacía sonido alguno, pero la atmósfera se había vuelto densa, irrespirable.
Con manos temblorosas, estiró el brazo hacia la mesita de noche, tomó una vela y encendió una cerilla. La llama tardó en prender, vaciló, se extinguió y volvió a surgir. Cuando al fin se sostuvo, barrió con su luz amarillenta cada rincón.
«No había nada allí».
Solo la bata colgando del perchero, una silla desocupada, las cortinas ondeando suavemente por la brisa que entraba desde el balcón. Lumen bajó lentamente la cola, pero no se movió.
Eleanor se puso de pie. Caminó despacio, sin hacer crujir el suelo, hasta el ventanal. Afuera, el bosque de Epping era una masa negra sin luna, sin estrellas, apenas agitada por el viento. Los árboles se mecían como sombras líquidas.