Cáliz de Sangre

Capítulo XXXV

La lluvia golpeaba con parsimonia los ventanales altos del Albion Gentleman’s Club, envolviendo la sala en una melodía constante de agua y viento. Afuera, la ciudad continuaba su curso gris entre paraguas, faroles de gas y el humo persistente de las fábricas, pero allí dentro —bajo los techos artesonados y las lámparas de aceite cuidadosamente pulidas— el tiempo parecía discurrir con lentitud ceremoniosa.

Un fuego crepitaba en la chimenea central. Sobre la mesa de roble, los documentos estaban ya dispuestos con el orden meticuloso que dictaban los negocios: mapa ferroviario, hojas de cálculo, diagramas de expansión, todo bajo el timbre discreto del club impreso en cada encabezado.

Henry Whitemore hojeaba los informes con la compostura propia de un hombre acostumbrado a tomar decisiones que otros ejecutarían. Frente a él, Nicholas Everleigh mantenía el vaso de whisky entre los dedos, la espalda rígida, los labios levemente fruncidos, como si el sabor del licor no alcanzara a disolver la tensión que lo atravesaba. Había bebido medio vaso antes de que el duque Valcourt entrara.

La llegada de Demian no requirió anuncio. Su sola presencia desplazó el aire de la estancia, como si la atmósfera se reacomodara para darle paso. Vestía un abrigo de corte impecable, los guantes oscuros y una expresión que no pedía permiso. Se los quitó con lentitud precisa antes de ofrecer un saludo escueto:

—Lord Whitemore. Lord Everleigh.

—Duque Valcourt —respondió Henry con una leve inclinación de cabeza.

Nicholas murmuró un saludo breve, sin apartar la vista de su copa. Demian tomó asiento con naturalidad, cruzó una pierna y observó la mesa con un gesto que rozaba la familiaridad. La conversación no tardó en abrirse, medida, clara.

—Le agradezco su puntualidad, duque —dijo Henry—. Como sabrá, nuestra sociedad está en un punto decisivo. Esta mañana, la junta reguladora confirmó la pre-aprobación para la expansión hacia Ipswich y Norwich, siempre que los capitales se ajusten a los plazos previstos. —Se detuvo apenas un segundo—. Propongo concentrar allí nuestros esfuerzos. Es una jugada ambiciosa, sí, pero las ventajas hacia los nuevos puertos son evidentes.

Demian desvió la mirada hacia el plano extendido. Una línea roja marcaba el este, abierta como una promesa.

—Norwich es terreno fértil —dijo al fin, su voz baja, sin urgencia—. Y solitario. Tiene futuro.

Nicholas se inclinó levemente hacia adelante, desplegando sus propios papeles con una cortesía tensa.

—Yo sugeriría un enfoque más… prudente —aventuró, procurando que el temblor de las hojas no lo traicionara—. Hay rutas consolidadas entre Reading y Oxford. Mejoras modestas, inversiones concretas. No es tan vistoso, desde luego, pero sí menos expuesto.

Demian no lo miró de inmediato.

—¿Menos expuesto a qué, Lord Everleigh?

—A fluctuaciones de mercado —respondió él, sin levantar demasiado la voz—. Ya sabe… en tiempos inciertos, no todos los vagones deben perseguir el oro del futuro. Algunos aseguran el pan del presente.

El silencio que siguió fue breve, pero lo bastante nítido para dejar al descubierto lo que no se decía.

—Una disyuntiva clásica —intervino Henry con tono neutral—: expansión o estabilidad. Sin embargo, las rutas del este ofrecen mayor control logístico. Y, según me han dicho, el Parlamento evalúa incentivos fiscales para quienes desarrollen líneas hacia los nuevos puertos antes de fin de año.

Demian asintió, lento.

—Los rumores que provienen de ciertos pasillos cercanos al poder, no suelen ser rumores. Son avisos.

Henry lo observó con atención, aunque sin mostrar del todo su satisfacción. Nicholas, por su parte, fingió revisar una cifra mal colocada, aunque no corrigió nada.

Entonces Demian señaló con un dedo una zona apenas delineada al norte de Norwich.

—He adquirido propiedades aquí. Bosques, tierras de transición. Serán útiles para futuras estaciones, o almacenaje.

Henry entornó los ojos, evaluando la jugada. Nicholas permaneció en silencio, la mandíbula apenas contraída.

No hubo necesidad de más argumentos. La línea roja ya estaba trazada.

* * *

La lluvia no cesaba, como si el cielo se negara a cerrar los ojos. Londres, en su noche más húmeda, parecía tragar los pasos de quienes aún se atrevían a cruzarla. Dentro del carruaje, Nicholas permanecía inmóvil, con la espalda rígida contra el respaldo y los ojos fijos en el vidrio empañado. No veía nada, pero tampoco quería ver. El traqueteo de las ruedas sobre el empedrado mojado se le metía en el cráneo como un metrónomo cruel.

No había pronunciado una sola palabra desde que abandonó el Albion Gentleman’s Club. Ni al despedirse, ni al sentir el frío que alcanzaba los huesos. El silencio había crecido a su alrededor como una segunda piel. Ni el cochero se atrevió a romperlo.

Cuando al fin el carruaje se detuvo frente a la residencia Everleigh, Nicholas no esperó asistencia. Abrió la portezuela con un ademán brusco y descendió, sin importarle que el agua empapara el ala de su sombrero o que el abrigo, ya calado, se pegara como una segunda piel fatigada. Subió los escalones con paso firme pero enajenado, como quien se dirige no a su hogar, sino a una trinchera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.