La luna se alzaba entre ramas negras como dedos retorcidos, y el viento que soplaba desde el este traía consigo el aliento húmedo del bosque. Las copas de los árboles se mecían con un ritmo ancestral, como si el mismo Epping susurrara nombres olvidados entre sus hojas. Desde la espesura, apenas distinguible entre sombras, emergía la silueta del castillo Valcourt: alto, pétreo, salpicado de musgo y gárgolas envejecidas por la lluvia.
Las verjas se abrieron con un chirrido largo cuando el carruaje se detuvo. Las ruedas, cubiertas de lodo, dejaron su huella en el empedrado. Demian descendió sin ayuda. Llevaba el abrigo desabrochado, el cuello de terciopelo oscuro levantado, y el cabello ligeramente revuelto por la noche. Sus pasos resonaron en el vestíbulo de piedra, donde el mayordomo ya lo aguardaba, de pie junto al reloj de péndulo.
—Bienvenido, milord —la voz del hombre era baja, sin afectación, pero no desprovista de calidez.
Demian le dedicó una leve inclinación de cabeza y se despojó de los guantes. Tenían un hilo seco de tierra bajo los dedos.
—¿Ha ocurrido algo en mi ausencia?
—Nada digno de mención —respondió el mayordomo, recibiendo el abrigo con un ademán mecánico—. Londres sigue igual de ruidosa, supongo.
Demian no respondió de inmediato. Se quitó los guantes con lentitud, entregándolos sin prisa, y luego despojó el abrigo aún húmedo por la niebla del bosque. El mayordomo lo tomó con cuidado, y mientras lo colgaba en el perchero de hierro forjado, se permitió una observación:
—¿Hubo acuerdo esta vez? ¿O el buen Lord Everleigh sigue aferrado a su propuesta… frugal?
Ambos sabían perfectamente que los Everleigh estaban al borde de la ruina. Lo que no se decía en voz alta era casi tan evidente como lo que sí.
Demian ladeó apenas la cabeza, con una media sonrisa que no tocó sus ojos.
—Sigue creyendo que el porvenir puede pagarse a plazos. Pero no se puede construir una vía férrea con austeridad, ni disfrazar la urgencia con mapas reciclados.
El mayordomo asintió, satisfecho, y no preguntó más. El duque caminó hacia la biblioteca contigua, aquella donde los tapices amortiguaban el sonido y la luz de las lámparas de aceite era siempre tenue. Encendió una de ellas con lentitud, y la estancia se iluminó como si despertara de un largo letargo. El mayordomo lo siguió sin ser invitado, como si supiera que esa noche su presencia era esperada.
—¿Y Lady Whitemore? —preguntó el duque al fin, mientras pasaba los dedos por el lomo de un libro encuadernado en cuero, sin abrirlo.
El mayordomo dudó un segundo antes de hablar, como si calibrara cuánto decir.
—Sigue sin ser vista fuera de la mansión —se acercó un poco más—. Algunos dicen que ni siquiera ha bajado al comedor. Las criadas hablan, ya sabe. Y no solo las criadas. Parece que está confinada en sus aposentos desde hace días. Ninguna aparición en sociedad. Ninguna visita recibida.
Demian entrecerró los ojos, pero no por sorpresa. Más bien, como quien confirma una sospecha largamente cultivada.
—¿Y se sabe por qué?
—Solo especulaciones. Un desliz. Un castigo. Un asunto de salud, según la versión oficial. —El mayordomo hizo una pausa breve, como si eligiera bien las palabras antes de proseguir—. Aunque algunos murmuran que la señorita fue vista con la cabeza recostada en el hombro del joven Everleigh, en la calle, a la vista de todos, mientras caminaban hacia la boutique de Madame Vauclaire. Suficiente para que más de una lengua se soltara… y más de un padre reaccionara. Pero todos sabemos cuánto pueden ocultar unas cortinas cerradas y un silencio bien mantenido.
Demian dejó que su mano se apartara del libro. Caminó hasta la ventana, cuyos vitrales daban a un tramo del bosque iluminado apenas por la luna. Allí, las sombras parecían moverse con voluntad propia.
—Ha pasado demasiado tiempo —murmuró, casi para sí.
—¿Debería hacer algo al respecto, milord?
Demian negó con un gesto.
—No aún.
Demian no respondió enseguida. Se quedó de pie junto al ventanal, con los dedos apenas apoyados en el alféizar de piedra. El silencio que había vuelto a instalarse en la estancia no era el mismo de antes. Ahora pesaba. El mayordomo, discreto como una sombra fiel, comenzó a caminar hacia la puerta tras una leve reverencia.
—Eliott —dijo de pronto, sin volverse. El nombre, pronunciado con calma, era una rareza en su boca.
El mayordomo, ya a medio paso de retirarse, se detuvo al instante y giró ligeramente el rostro.
—Milord.
—¿Ha notado algo extraño últimamente? Algo fuera de lugar… aquí o en los alrededores.
La pregunta no sonó como una simple curiosidad, ni siquiera como una advertencia. Había en ella una tensión sorda, una inquietud bien contenida.
Eliott lo observó con atención antes de responder.
—¿Se refiere a los rumores que circulan en Londres?
Demian giró entonces y caminó hasta su escritorio de roble oscuro. La superficie, habitualmente ordenada, se amontonaban varios ejemplares del The Times, notas sueltas y papeles sin clasificar. Algunos titulares sobresalían en el caos con una nitidez inquietante: