La tarde comenzaba a inclinarse sobre los jardines de la residencia Whitemore con una luz dorada y espesa que se filtraba entre el follaje frondoso de robles y castaños. Las hojas, aún verdes y vibrantes, murmuraban entre sí al compás del viento cálido, mientras los senderos de grava se teñían con sombras cada vez más alargadas. El zumbido tenue de los insectos completaba la escena, como si todo el jardín estuviera sumido en una espera antigua, contenida, temerosa de romper el silencio.
Eleanor caminaba sin rumbo fijo, con un sombrero claro sujeto apenas por cintas delgadas y un chal de gasa reposando sobre los hombros. La brisa le rozaba la piel como un leve recuerdo, tibia y persistente. Evitaba los senderos centrales, prefiriendo los márgenes, los bordes menos transitados donde las flores trepaban sin poda y las enredaderas cubrían las estatuas de mármol. No quería encontrarse con nadie. Desde que su confinamiento se levantó, Charles había comenzado a visitar la residencia con una frecuencia cada vez más incómoda. Siempre cordial, siempre puntual, con esa sonrisa que buscaba hacer olvidar lo deslices que deseaban ser enterrados. Pero Eleanor, alegando prácticas de bordado, lecciones de piano o la compañía de la institutriz, lograba eludir sus visitas una tras otra.
Sus pasos se detuvieron frente a la fuente de piedra. El agua caía con un ritmo pausado y musgoso, y detrás de ella, entre las enredaderas, emergía la figura de una mujer tallada en mármol blanco. Siempre había creído que se trataba de una alegoría italiana, una ninfa sin historia… hasta aquella noche. Demian, durante la velada que aún resonaba en su memoria con una nitidez inquietante, le había dicho que aquella escultura era, en realidad, una antigua Whitemore.
Eleanor apoyó la palma contra la fría piedra, su mirada perdida entre las sombras alargadas que el sol dibujaba en el mármol. La figura tallada, blanca y silenciosa, parecía observarla desde un tiempo ajeno, un eco petrificado de un pasado que se le escapaba entre los dedos. El rostro sereno de aquella mujer, con sus ojos ciegos de mármol, despertaba en ella un miedo sordo, un temblor que atravesaba su pecho y la obligaba a respirar con cuidado. Aquellos sueños —tan vívidos, tan cercanos— aún la perseguían, con voces apagadas que resonaban en la memoria y un aire antiguo que parecía querer ahogarla.
No podía olvidar las palabras del duque, cuando la escultura dejó de ser solo piedra para convertirse en un símbolo de algo —aparentemente— más profundo. El recuerdo de su voz, baja y cautivadora, la intensidad contenida en su mirada, la mantenían atrapada en un laberinto de preguntas sin respuesta.
El miedo, mezclado con una curiosidad incómoda, la llevó a apartarse lentamente de la fuente. Cada paso parecía un acto de voluntad, una lucha contra la incertidumbre que la asfixiaba. La tarde declinaba y, con ella, la tibieza del sol se convertía en una promesa de oscuridad y silencio. Eleanor sabía que no podía seguir ignorando aquella inquietud que crecía en su interior, una sombra que reclamaba ser entendida.
Al volver a la mansión, se detuvo un instante frente a la puerta, y sus dedos rozaron el pomo frío con indecisión. En ese momento supo que necesitaba ayuda, que no bastaría su sola voluntad para desentrañar aquello que la perseguía. Así, con un hilo de esperanza y temor entrelazados, decidió solicitar una consulta con el doctor Julius Grey, médico de cierta fama que conocía por cruces casuales entre caballos y apuestas; y claveles y hortensias. Pero para eso debía contar con el permiso de sus padres, quienes vigilarían con ojos atentos esa decisión.
La noche cayó y con ella la cena, que se desarrolló en un ambiente tenso, donde las palabras parecían pesar más que los cubiertos de plata. Cuando la sobremesa se extinguió en un silencio largo, sólo interrumpido por el tintinear ocasional de cubiertos recogidos por los sirvientes, Eleanor mantuvo las manos sobre el regazo, los dedos entrelazados con calma fingida. Henry hojeaba el periódico doblado junto a su copa, mientras Beatrice se limitaba a alisar una arruga invisible en la servilleta. Ambos parecían ajenos, pero Eleanor sabía que esperaban. La atmósfera estaba cargada con algo no dicho.
—Padre… madre —comenzó, alzando la vista con firmeza—. Quisiera hablar con ustedes.
Beatrice levantó lentamente la mirada. Su expresión era pulida, intacta. Pero detrás de ese rostro entrenado para el salón, Eleanor percibió la rigidez de quien se prepara para una conversación incómoda.
—¿Ocurre algo? —preguntó Henry, dejando el periódico a un lado.
Eleanor buscó las palabras, como si tuviera que reunirlas desde algún lugar muy remoto.
—He estado… sintiéndome extraña —comenzó—. No es nada grave, no en apariencia. Pero hay noches que me dejan agotada, incluso sin haber hecho nada en el día. Y algunas mañanas… simplemente no recuerdo haber dormido. No logro saber si fue un mal sueño o si no he despertado del todo.
El silencio fue breve, casi incómodo.
—No he querido preocuparlos, pero... últimamente siento que algo no está bien. No sabría cómo explicarlo.
Beatrice, con la compostura de siempre, habló con la voz mesurada de una madre que ha llorado por su hija, ha rezado por su bienestar, a punto de arrodillarse ante el altar. Se tomó su tiempo, para mantener la compostura, y dijo:
—Tu padre y yo hemos hablado sobre ello. Sabemos que tu salud es lo primero —pausa—. Y creemos que sería buena idea que el doctor Grey sea el médico de cabecera.