Cáliz de Sangre

Capítulo XXXVIII

En Bloomsbury, los tejados reflejaban el sol de junio con un resplandor tenue; Londres no ardía bajo el verano, pero el calor se manifestaba en el murmullo de las hojas, en el ritmo más lento de los carruajes, y en la blancura inclemente de los toldos que se extendían sobre las fachadas. El aire era cálido, seco, y parecía suspenderse por instantes, atrapado entre los edificios de ladrillo oscuro.

Desde las ventanas altas del número cuarenta y dos de Woburn Walk, la luz se filtraba con una claridad dorada, dibujando figuras regulares sobre el suelo encerado de madera oscura. Una residencia de aspecto común, con paredes de ladrillo oscuro y dos entradas bien diferenciadas, era la más solicitada por allí, —una de ellas, muy vistosa con escaparates— la botica ya conocida por los transeúntes. La otra, un poco más discreta, se encontraba justo al lado, tras subir tres escalones de piedra clara. Esa puerta, reservada para los pacientes que requerían discreción o una atención más especializada, abría a un recibidor sobrio, donde las paredes estaban cubiertas de paneles de madera oscura y apenas un perchero de hierro forjado esperaba los abrigos. La fachada neoclásica, discreta y perfectamente mantenida, contrastaba con las casas vecinas por la meticulosa simetría de sus ventanales y el orden minucioso del pequeño jardín delantero.

En el interior, la decoración no hablaba de un hogar cálido, sino de un templo privado al orden, al saber y al autocontrol. Las alfombras eran de tonos apagados, los muebles de madera noble, sin florituras. Las paredes estaban revestidas con estanterías llenas de libros, tratados médicos, atlas anatómicos, volúmenes de historia natural, filosofía y ciencias exactas, casi todos escritos en francés, alemán o latín. No había cuadros familiares ni retratos sentimentales. En una mesa baja, descansaba una campana de vidrio, que protegía un lirio seco, tan blanco como frágil, atrapado en un instante que no se atreve a marchitarse. Sobre la repisa de la chimenea del salón principal se erguía un busto romano en mármol, y junto a él, en una urna de vidrio, flotaba en formol el cuerpo deformado de un feto bovino con dos cabezas, perfectamente conservado. Lo conservaba no como excentricidad, sino como evidencia. Nada que exista puede ser ignorado, por abyecto que parezca.

En el estudio privado, Julius se preparaba.

No había abierto la carta: no hacía falta. El sello de lacre, rojo profundo, bastaba para confirmar lo que ya sabía. Los condes Whitemore solicitaban su presencia. Por voluntad propia. Por necesidad. La oportunidad que el destino le había negado durante semanas, ahora se presentaba con el peso exacto de lo inevitable.

Extendió sobre el escritorio sus instrumentos. El maletín de cuero —ya abierto— lo esperaba como una boca hambrienta. Guardó tónicos cuidadosamente etiquetados. Bisturíes envainados. Dos cuadernos de notas. Un reloj de bolsillo. Y una pequeña caja de plata con agujas hipodérmicas envueltas en tela. Su preparación no era sólo médica: era una coreografía mental, casi litúrgica.

Frente al gran espejo ovalado del salón, Julius se ajustaba la corbata con movimientos lentos. Su reflejo no le devolvía sorpresa alguna: la misma figura erguida, las facciones afiladas, el cabello oscuro peinado hacia atrás sin una sola hebra fuera de lugar. Pero lo que más destacaba eran sus ojos, ese gris acerado, metálico, como el cielo londinense cuando niega la lluvia y promete tormenta.

Se contempló con una quietud casi clínica. No por vanidad, sino como quien reconoce una herramienta antes de utilizarla. Vestía con la sobriedad esperada para un médico de renombre, pero con un rigor personal que rozaba lo ceremonial, como si vestir fuera un acto litúrgico más que social. La camisa blanca, impecablemente almidonada, se ceñía con precisión sobre su torso, hecha a la medida de su postura erguida y severa. Encima, un chaleco de sarga negra con leves detalles de espiguilla en hilo gris —discretos, casi imperceptibles— enmarcaba la amplitud de sus hombros y estrechaba su talle con exactitud quirúrgica. Cada botón estaba abrochado con el mismo cuidado con el que se atan las suturas. El pantalón, ceñido como un molde silencioso, casi adherido a sus piernas como una segunda piel, acentuaba la fortaleza de sus muslos y de sus pasos: medidos, contenidos, sin titubeos, íconos mudos de una virilidad bien entendida: contenida, severa, indiscutible.

Se colocó los guantes negros con una parsimonia ritual, como si preparara sus manos no solo para tocar, sino para examinar, palpar y diagnosticar. Sobre el conjunto, un abrigo largo de paño oscuro caía hasta las pantorrillas, severo, recto, sin arrugas; parecía no vestirlo, sino revestirlo, como una segunda sombra. El sombrero de copa completaba el conjunto con ese aire de distancia aristocrática que tanto repelía como atraía. Los zapatos eran de charol negro, brillaban como si el luto pudiera ser pulido hasta el exceso, y cada pisada era un compás silencioso de dominio y cálculo.

Antes de salir, se inclinó levemente frente al espejo y, con un pequeño peine de carey, alisó su bigote con la misma precisión con que dispondría un bisturí sobre una bandeja mortuoria. Un gesto casi imperceptible, pero cargado de un propósito que no terminaba de reconocerse.

Bajó los escalones con la misma precisión con la que habría descendido por una mesa de operaciones: sin prisa, sin distracción. Sus pasos resonaban sobre la madera barnizada, marcando el compás de una rutina que no admitía desvíos. La penumbra del pasillo de la planta baja no lo molestaba; al contrario, era parte del ritual. A la izquierda, el consultorio esperaba cerrado y en orden, con los frascos rotulados en sus estantes y los instrumentos alineados en sus bandejas. A la derecha, la puerta de la sala de autopsias permanecía como siempre: hermética, muda, levemente más fría que el resto de la casa.




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