Cáliz de Sangre

Capítulo XXXIX

El carruaje avanzó hacia un camino privado, apenas distinguible entre los campos dorados. A ambos lados, los árboles formaban una suerte de túnel vegetal, y el crujido de las ruedas sobre la grava rompía el silencio con un ritmo grave y contenido. Julius no miraba con admiración, sino con escrutinio: los detalles importaban. El ángulo de los tejados, el estado de los muros, incluso el grosor del polvo en los bordes del camino, eran indicadores que le hablaban de los hábitos, prioridades y temperamento de quienes residían allí.

Cuando finalmente la arboleda se abrió, Elmsleigh Manor emergió con la serenidad de quien no necesita anunciarse. La mansión, de piedra clara y tejados oscuros, se alzaba con una elegancia sobria en medio de un vasto terreno perfectamente mantenido. Jardines simétricos flanqueaban la entrada, y al fondo, más allá del huerto y las dependencias menores, el bosque de Epping extendía su sombra como un telón antiguo. La fachada principal era alta, con amplios ventanales enmarcados por molduras austeras. Nada en ella pretendía ostentación. Era belleza heredada, no adquirida.

El carruaje se detuvo frente a los escalones principales. Antes de que el cochero pudiera moverse, Julius ya había descendido con el sombrero en una mano y el maletín en la otra. El aire del campo, más fresco y fragante que el de la ciudad, no pareció afectarle en lo más mínimo. Su silueta dotada de elegancia, buenos modales y oscura —más por el color del abrigo que por su semblante—, era recortada contra el cielo claro de la tarde, parecía ajena a todo menos a su propósito.

La puerta fue abierta por un mayordomo de mediana edad, de rostro reservado. Vestía con sobriedad y mantenía la mirada baja, pero su reverencia fue precisa.

—Doctor Grey —murmuró, con un tono correcto, sin afectación ni entusiasmo—. Los condes lo esperan. Sígame, por favor.

El interior de Elmsleigh era silencioso, y sus pasos sobre el suelo de mármol se amortiguaban como si el aire mismo los envolviera en respeto. La casa olía a cera pulida, a libros antiguos y a una fragancia tenue de lavanda seca. El mayordomo lo guió a través de un pasillo largo con retratos familiares colgados en orden cronológico: generaciones de Whitemore observaban desde sus marcos con la gravedad implacable de quienes llevan siglos siendo juzgados y juzgando.

Lo condujeron a una sala secundaria —más íntima que formal— decorada con cortinados claros, alfombras persas de tonos ocres y un piano vertical al fondo. Julius no se sentó de inmediato. Dejó el sombrero sobre una silla vacía, apoyó el maletín sobre la mesa más cercana y entrelazó las manos tras la espalda, de pie, en silencio, esperando.

El silencio de la sala no era incómodo, pero sí denso. Julius permanecía de pie, la espalda erguida, los dedos enguantados apenas entrelazados tras la cintura, mientras sus ojos recorrían el entorno con escrutinio. No estaba impaciente: simplemente, no sabía estar quieto en su interior.

La habitación hablaba en susurros: paredes en verde salvia, ribeteadas con molduras de yeso blancas, libros dispuestos por tamaño en una vitrina antigua, un piano sin polvo que delataba uso frecuente —probablemente de la joven Whitemore— y un florero con lilas ya marchitas, olvidado sobre una mesa auxiliar.

Julius avanzó con paso medido, bordeando la estancia, como si en cada mueble buscara una clave, un indicio del equilibrio de esa casa. Sus ojos se posaron en un cuadro ligeramente torcido —una acuarela de tema bucólico, nada destacable— y, sin alterar su expresión, extendió una mano enguantada para enderezarlo. El leve chasquido del marco ajustándose fue casi imperceptible, pero para él fue suficiente.

Una línea más recta en un mundo donde todo amenazaba con inclinarse.

Se detuvo frente a la chimenea, apagada por la estación, y recorrió con la mirada los objetos sobre la repisa: una caja de música cerrada, un reloj de bronce detenido a las once y veinte, y un pequeño relicario de marfil que no se atrevió a tocar. Era curioso, pero también prudente. Nunca dejaba de ser ambas cosas.

Su reflejo en el cristal del ventanal lo hizo girarse apenas. Se vio a sí mismo, recortado en la geometría sobria de la sala, como un visitante de otro tiempo. Había algo casi clínico en la manera en que su mente abordaba cada detalle: analizaba sin implicarse, ordenaba sin conmoverse.

Pero no por ello era inmune.

Volvió a la mesa donde había dejado el maletín. Lo abrió con lentitud, revisando su contenido sin necesidad. Todo estaba en su sitio, como siempre. Pero cada revisión era una confirmación. Una forma de control. Una defensa sutil ante lo desconocido.

Estaba en terreno ajeno. En la residencia de ella.

Y aunque no lo admitiría en voz alta, aquello era suficiente para que incluso su respiración se volviera más consciente. Volvió a cerrar el maletín con un leve clic, se irguió y aguardó de nuevo en silencio, con la cabeza apenas ladeada, como si intentara escuchar algo más allá del pasillo. Unos pasos medidos se acercaban a la puerta.

Los pasos que Julius había anticipado se materializaron con suavidad sobre la alfombra del pasillo. Un leve roce de seda, el golpeteo amortiguado de zapatos bien cuidados, y luego el breve chirrido de la puerta al abrirse.

Fue Beatrice quien ingresó primero. Su porte era tan impecable como la sala que la contenía: el vestido en tonos lavanda, con encaje marfil en los puños y el cuello, parecía no tener una sola arruga. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo, adornado por un peine de nácar, y sus ojos —azules como los de su hija, pero endurecidos por los años— lo escrutaron con la precisión de quien no ofrece confianza sin antes pesarla.




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