Cáliz de Sangre

Capítulo XL

El silencio que siguió a la pregunta de Julius fue más denso que incómodo. Eleanor bajó la mirada hacia su regazo, donde sus manos reposaban entrelazadas, inertes. No temblaban, pero había una tensión soterrada en los nudillos, como si estuvieran conteniendo algo que no debía aflorar. Eran las manos de alguien que buscaba no parecer vulnerable y, al mismo tiempo, no sabía cómo dejar de serlo.

—No sabría cómo explicarlo con claridad —murmuró finalmente, con una voz tenue que parecía pedir permiso más que afirmar. No alzó la vista.

Julius no respondió de inmediato. Su mirada descendió al sutil movimiento de su garganta al tragar saliva, luego se detuvo en los pliegues del vestido, que parecían almidonados por la rigidez de su postura. En la estancia, la luz del mediodía filtrada por los visillos teñía las paredes de un tono meloso, como si el día también susurrara. Él bajó los ojos al cuaderno que descansaba sobre su rodilla, pero no escribió aún. Sabía reconocer el tipo de silencio que era mejor no interrumpir.

—No se siente como una pesadilla —añadió Eleanor tras un breve titubeo—. No hay monstruos ni oscuridad… y, sin embargo, me despierto confundida, con el corazón agitado. No siento miedo… pero tampoco paz. Se siente… como si no me perteneciera del todo.

Alzó finalmente la vista. Sus ojos, de un azul profundo, estaban velados por una expresión en la que convivían duda y vergüenza, como quien confiesa algo que no debería decir. Julius mantuvo el rostro sereno. No había en él ni sorpresa ni escepticismo. Solo atención.

—¿Cree usted que es posible… soñar con lugares que uno nunca ha visto, y sin embargo sentir que… que uno ha vivido allí?

Él inclinó apenas la cabeza, no por desconcierto, sino porque algo se había encendido en su mente. Había venido esperando una consulta de rutina —una dolencia leve, quizás una joven presa de algún desequilibrio nervioso pasajero— y, sin embargo, se encontraba frente a un misterio que exigía más que diagnóstico.

Dejó la estilográfica sobre el cuaderno con suavidad.

—No es una pregunta que reciba con frecuencia —dijo, con un tono más bajo, como si modulase la voz para no perturbar la frágil confianza que se había instalado entre ambos—. Pero no por eso deja de ser válida.

Eleanor apartó la mirada, como si le pesara haber hablado. Como si no supiera aún si estaba aliviada o más expuesta.

—No sueño siempre lo mismo —prosiguió tras una pausa—. No con los mismos detalles, al menos. Pero la sensación es idéntica. Como si todo me resultara... familiar. No extraño. No ajeno. Aunque sé —sé con certeza— que nunca he estado en esos sitios.

—¿Podría describirme alguno de esos lugares?

Ella vaciló. Sus dedos se deslizaron apenas uno contra otro, no por nerviosismo, sino como si tantearan las palabras antes de decirlas.

—Pasillos… largos, de piedra pulida. Hay vitrales que tiñen el suelo con luces de colores. Jardines muy amplios, a veces cubiertos de niebla. Techos altísimos. Siempre hay un eco, aunque no diga una palabra. Parece un castillo… o algo parecido.

No hablaba como quien inventa, sino como quien intenta comprender algo que ha visto demasiadas veces para ignorar.

Julius anotó discretamente, sin romper el ritmo de su voz.

—Y siempre hay alguien. Una figura —dijo Eleanor, esta vez con menos firmeza—. No… no sabría decir quién —mintió—. Pero está allí. Siempre. Me mira. Me habla.

—¿Y qué le dice?

Ella dudó. La respuesta estaba lista, pero algo la detenía.

—Me llama. Pero no por mi nombre —confesó, en un hilo de voz—. Uno que no reconozco.

—¿Lo recuerda?

Negó con lentitud. Pero no era una negación franca. Julius lo notó en el modo demasiado medido en que bajó la mirada, en la rigidez casi imperceptible de su cuello. Mintió, o prefirió callarlo. Pero no la presionó.

Pasó la página del cuaderno y escribió algo más. Sus trazos eran metódicos, pero en el margen izquierdo bosquejó el contorno de una flor. No porque lo necesitara, sino porque sabía que fingir distracción era, a veces, la mejor forma de mantener a alguien hablando.

El silencio volvió, más espeso esta vez. Afuera, las ramas de un árbol rozaban levemente el ventanal, y el roce era tan suave que parecía un susurro.

Eleanor inspiró.

—¿Cree usted que estoy… perdiendo la razón?

Julius alzó la vista. No lo sorprendía el contenido, sino el modo directo y sin dramatismo en que lo dijo. Era una pregunta desnuda, sin artificio. Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, sin ironía.

—No, Lady Eleanor —respondió con amabilidad, pero sin condescendencia—. Si todas las personas que sueñan cosas extrañas estuvieran locas, la cordura sería una rareza extraordinaria.

Ella soltó una exhalación que no fue exactamente alivio, pero sí una tregua. Sus hombros, tensos hasta entonces, descendieron un poco.

—El sueño —continuó Julius, con la cadencia de quien ha reflexionado largo sobre el asunto— es todavía una región poco explorada. Una parte del ser humano que ni la medicina ni la filosofía han conseguido cartografiar con certeza. Lo que usted describe podría deberse a múltiples factores… y ninguno de ellos implica locura.




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