El mayordomo le abrió la puerta con una reverencia medida, y Julius descendió los escalones de mármol con la compostura habitual. Afuera, el día comenzaba a inclinarse hacia el atardecer. El cielo, despejado salvo por unas nubes altas y pálidas, se teñía de oro y lavanda sobre los jardines. Una brisa leve agitaba las copas de los árboles, acariciando los senderos de grava con el olor dulzón de las flores estivales.
El carruaje esperaba en la entrada, pero Julius no subió de inmediato. Se permitió una última mirada a la fachada de la residencia Whitemore. Sus ventanas reflejaban la luz como espejos antiguos, y por un instante, se preguntó si tras alguna de ellas Eleanor aún estaría en la sala, tal vez con la mirada perdida, envuelta en los mismos interrogantes que ahora él no podía dejar atrás.
Había tenido cientos de consultas antes. Mujeres con vértigos fingidos para evitar compromisos sociales, jóvenes que le relataban sueños vacíos sólo para prolongar la conversación con un médico de buena presencia. Incluso hombres influyentes que disfrazaban su debilidad con diagnósticos prestados. Pero esto… esto era otra cosa. Había verdad en cada pausa, en cada palabra temblorosa de Eleanor. No buscaba atención, no jugaba al misterio. Si ocultaba algo, era por pudor, no por vanidad. Y si temía estar perdiendo la razón, era porque algo en ella empezaba a rozar una frontera que no podía nombrar.
Subió al carruaje. Este avanzaba lentamente por la calzada adoquinada, dejando tras de sí el murmullo lejano de las fuentes y el ulular de un viento tibio que anunciaba el atardecer. El cielo, comenzaba a enrojecer por el oeste, y aunque el verano suavizaba el aire londinense, la humedad persistía entre los edificios altos y las calles estrechas. Julius no reparaba en ello. Sentado en el interior del carruaje, con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada fija en la ventana y la espalda recta, parecía más una figura esculpida que un hombre de carne y juicio.
Su mente, sin embargo, hervía.
Julius retiró sus guantes con lentitud, apoyándolos sobre el asiento contiguo, con el eco de la delicada voz de Eleanor en su mente y todo lo dicho.
«Me llama, pero no por mi nombre».
«No siento miedo… pero tampoco paz».
«Me desperté con el corazón agitada».
«Dijeron que no respiraba. Que no encontraron mi pulso».
Cerró los ojos un instante. La lógica médica le ofrecía explicaciones: parálisis del sueño, crisis de ansiedad mal diagnosticada, un desorden respiratorio. Pero ninguna hipótesis respondía con precisión al conjunto del fenómeno. No era solo lo físico, ni tampoco únicamente lo psicológico. Había una coherencia en lo inexplicable que no se atrevía a descartar.
—No todo lo que carece de nombre es fantasía… —repitió en voz baja, como si buscara convencerse a sí mismo.
Las palabras de la joven seguían resonando en su memoria. El modo en que las dijo. Esa forma de no hablar del todo, de medir los silencios como quien teme ser arrastrada por ellos. Y, sobre todo, las preguntas. No aquellas sobre su estado físico, sino las que surgieron cuando él —quizá de forma imprudente, quizá inevitable— mencionó esa teoría poco ortodoxa, «los ecos de otras vidas».
Eleanor no se rio. No se alarmó. Se aferró.
«¿Cree usted que es posible… que esas otras vidas… sean reales? ¿Que esté soñando la vida de alguien que ya no está?».
Recordó él, con la frase latiéndole aún en los oídos.
No era una joven influenciada por lecturas de dudoso gusto, ni una mente extraviada en fantasías enfermizas. Si había algo frágil en ella, no era el juicio, sino esa duda silenciosa —profunda y legítima— de quien empieza a ser testigo de algo que la rebasa.
¿Y si aquello que la perturbaba no era una fantasía, ni un desequilibrio, sino un tipo de experiencia que simplemente aún no tenía nombre? Acarició su mentón con el dedo índice y pulgar, y durante un instante sus ojos no vieron el paisaje, sino una imagen fugaz: la silueta de Eleanor sentada en ese sofá, envuelta en la luz de la tarde, con las manos entrelazadas y el rostro tan sereno como tenso. La rigidez exacta con la que negaba recordar el nombre que, sin duda, sí recordaba.
Ella le había mentido. No con malicia, sino con miedo. Y eso —pensó Julius con un dejo de admiración— decía más sobre su lucidez que cualquier palabra.
Se inclinó hacia la pequeña ventanilla y dejó escapar un suspiro largo. No era hombre de explicaciones sobrenaturales. Pero tampoco era ingenuo. Había pasado años viendo cómo la mente humana se expresaba con símbolos, con dolores, con imágenes. Sabía que el cuerpo podía enfermar por un recuerdo, que la sangre podía enfriarse por un trauma no dicho, que los sueños a veces eran más honestos que la vigilia.
Y aun así… había algo diferente en esto.
No era simple histeria. No era hipocondría. Era otra cosa.
«¿Por qué ella?».
«¿Se nace con esa habilidad?».
«¿Cómo evitarlo?».
Las preguntas de Eleanor no eran teóricas. Eran urgentes.
Y Julius lo había sentido: bajo toda su contención, bajo su educación perfecta, Eleanor estaba asustada. No de perder la razón, sino de descubrir que no era del todo suya.