Cáliz de Sangre

Capítulo XLII

La lámpara de gas crepitaba con un sonido leve y constante, como el murmullo de un pensamiento que se resiste a apagarse. En el estudio privado de Julius Grey, el silencio tenía peso, y la noche —ya bien entrada— parecía aliarse con la introspección. Las paredes forradas de libros se recortaban en sombras suaves, mientras el mobiliario de madera oscura absorbía la tibieza de la lámpara como si guardara en su superficie siglos de lectura.

Julius permanecía inclinado sobre el escritorio, el mentón apoyado en una mano, mientras con la otra hojeaba lentamente un ejemplar de De Anima Brutorum, de Thomas Willis. Las páginas, ya amarillentas, crujían como huesos antiguos. En uno de los capítulos dedicados a la imaginación y la fantasía nocturna, encontró un pasaje donde el autor describía cómo «los vapores del cuerpo, al subir al cerebro durante el sueño, dan lugar a escenas tan vívidas que el alma confunde lo vivido con lo recordado». Pero no era eso lo que Julius buscaba. No esa vez.

A su izquierda, abierto con una marca de lino desgastado, De Insomniis de Aristóteles. Julius había subrayado mentalmente una línea: «Los sueños son movimientos del alma en tanto el cuerpo duerme». Una idea sencilla. Pero si uno aceptaba que el alma podía moverse… ¿por qué no podía ir más allá del presente?

Cerca del tintero reposaba The Anatomy of Melancholy, de Robert Burton. Julius lo había consultado por la asociación entre el sueño, el humor negro y los síntomas físicos del alma perturbada. Eleanor no parecía melancólica en el sentido clásico, pero había una pena, una inquietud, que excedía lo fisiológico. Burton, en su estilo prolijo y obsesivo, ofrecía listas interminables de síntomas y causas, pero incluso en su erudición parecía aceptar —sin admitirlo del todo— que algunos males escapan al bisturí del médico.

El cuarto tomo, De Natura Rerum, de Paracelso, yacía aún cerrado. Julius dudaba en recurrir a él. El contenido oscilaba entre lo alquímico, lo herbolario y lo metafísico, pero una parte de él —la más intuitiva, la menos clínica— sabía que algo allí podía serle útil. Paracelso no hablaba solo del cuerpo: hablaba de correspondencias entre el mundo y el hombre, de memorias inscriptas más allá de la carne. Había escrito sobre sueños que revelaban no deseos, sino «memorias que no nacieron en esta vida». Julius recordó lo que Eleanor le había relatado: el cuerpo helado, sin pulso, inmóvil, mientras su madre y su doncella intentaban despertarla. Lo había contado sin dramatismo, pero no sin miedo. ¿Y si lo que la había retenido en ese estado no era una dolencia, sino una corriente más antigua, inasible? Algo que la medicina no podía medir, pero que la conciencia podía padecer.

Y finalmente, separado del resto por un respeto incómodo, The Magus, de Francis Barrett. Un compendio de magia ceremonial, astrología, espíritus elementales y correspondencias ocultas. No era medicina. No era filosofía. Pero contenía, en su estructura simbólica, una lógica extraña y peligrosa. Julius lo había leído años atrás por curiosidad académica. Ahora, sin embargo, algo en él lo instaba a buscar allí también.

Tomó su cuaderno. No escribió aún. Solo sostuvo la pluma sobre el papel mientras recordaba la voz de Eleanor.

«¿Y si estoy soñando la vida de alguien que ya no existe?»

«¿Y si no se trata de mí? ¿Y si me está usando… para volver?»

No lo había dicho así, pero lo había sentido. Y Julius lo había visto.

Apoyó la pluma con cuidado. Cerró los ojos un instante, y en ese breve parpadeo mental, la vio otra vez: Eleanor en el sofá, la luz de la tarde bañando apenas el contorno de su rostro, el silencio tenso de quien teme encontrar respuestas peores que las preguntas.

Abrió el cuaderno al fin. Y escribió:

Paciente: Lady Eleanor Whitemore.

Sintomatología: sueños vívidos con contenido emocionalmente reconocible pero no lógico.

Elementos coincidentes en relatos: arquitectura antigua, figura masculina ambigua, ausencia de control sobre la experiencia onírica.

Reacción fisiológica documentada: catalepsia o aparente muerte temporal.

Indicadores de contención emocional (no histeria): negación parcial, reserva deliberada, temor a la exposición.

Observación clínica: coherencia interna.

Observación extra-médica: sensación de desdoblamiento sin delirio.

Hipótesis marginal (a desarrollar): persistencia de memoria psíquica no atribuible a experiencia directa.

Posible: ¿Ecos? ¿Transmisión? ¿Resonancia?

Cerró los ojos, por última vez, y se permitió una idea que nunca había escrito:

«¿Y si los sueños no fueran avisos del subconsciente… sino intentos de contacto?».

No sabía aún qué pensar. Pero sabía —con una certeza que no era lógica— que Eleanor no estaba imaginando todo eso. Y que no era la única parte involucrada.

Julius dejó la pluma sobre el cuaderno y entrelazó los dedos sobre el escritorio, dejando que el silencio se asentara como una segunda sombra. Su mirada se alzó hacia la lámpara de gas, que chisporroteaba con constancia, como si celebrara en secreto cada pensamiento que aún no se atrevía a pronunciar. Había registrado todos los síntomas, los detalles más sutiles del relato de Eleanor, incluso aquello que ella no dijo. Pero lo que aún faltaba era una vía. Una estrategia.




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