Cáliz de Sangre

Capítulo XLIII

Los días posteriores a la consulta con el doctor Grey se deslizaron con una lentitud densa, como si el tiempo se hubiese vuelto viscoso, incapaz de avanzar con naturalidad. Eleanor continuó con sus rutinas —las mismas caminatas por el invernadero, los desayunos ceremoniosos en el salón oriental, las conversaciones formales con su madre sobre telas, correspondencias o compromisos venideros—, pero todo le parecía teñido por una película translúcida, como si la vida ocurriera detrás de un vidrio húmedo.

Había agradecido, en un principio, la cortesía de Julius, su tono respetuoso, su forma de escuchar sin juzgar. Había algo reconfortante en la calma meticulosa de su presencia, en su forma de no mirarla como una criatura nerviosa o excéntrica. Pero cuanto más evocaba la consulta, más la inquietaban sus propias palabras. Era como si, al nombrar lo que había callado durante tanto tiempo, hubiera roto una membrana invisible. Algo dormido dentro de ella se había agitado. Y ahora no sabía cómo volver a sellarlo.

Cuando cruzaba los pasillos de la residencia, lo hacía con pasos suaves y ojos en alerta. No tenía motivos para mirar hacia atrás, y sin embargo lo hacía. No porque creyera ver algo, sino porque sentía —en lo más visceral de su cuerpo— que algo ya la había visto primero. Un roce en la nuca. Un susurro que no llegaba a ser sonido. Una mirada que parecía venir de ningún sitio y de todas partes. A veces pensaba que, si se detenía, si se volvía de golpe, habría una silueta esperando. Y lo más aterrador… era que no sabía si deseaba verla o evitarla.

Las noches se volvieron territorio incierto. El sueño no llegaba como un alivio, sino como un pantano que la reclamaba. Cuando al fin cerraba los ojos, no descansaba: descendía. Soñaba con pasillos húmedos de piedra, con jardines oscuros en los que la niebla se elevaba como humo sagrado. A veces era un vitral el que temblaba con una ráfaga sin viento; otras, el sonido de pasos sobre mármol lejano. Siempre, en algún rincón de esa atmósfera, él estaba allí. No como un recuerdo: como una presencia. Constante. Silenciosa. Observándola.

La llamaba. No por su nombre. Y ella, aun despierta, no se atrevía a repetir aquel otro nombre.

Una noche —la tercera tras la visita del doctor— no supo si lo que vivió fue sueño o recuerdo. Despertó con el cuerpo empapado, pero frío. Había sentido —durante el sueño o la vigilia— un peso sobre el pecho, una presión que no dolía, pero paralizaba. No podía moverse. No podía gritar. Solo oía un ritmo lento, denso, como una respiración muy cercana… y, sin embargo, no del todo humana. Un sonido profundo, gutural, como si proviniera de algún rincón antiguo del mundo. Al abrir los ojos, la habitación estaba en penumbra, el aire espeso, y tenía la certeza de que algo se había retirado apenas un instante antes de que ella despertara. Eleanor no se movió. Solo lo observó todo en silencio, aferrada a las sábanas, como si cualquier palabra pudiera invocar una repetición.

Después, recostó nuevamente la cabeza en la almohada, sin atreverse a cerrar los ojos.

No dijo nada a nadie. Ni esa noche, ni en los días que siguieron.

Una mañana, amaneció sin gloria. Eleanor pidió vestirse sola, rechazando con cortesía la ayuda de su doncella. No por desdén, sino por una urgencia interior que no sabía nombrar. Eligió un vestido de lino gris claro, de diseño sencillo, con encaje apagado en los puños. Mientras se arreglaba, la luz del ventanal caía limpia, inofensiva, pero el aire del cuarto tenía una cualidad distinta: más densa, más cargada. Como si alguien hubiera exhalado un secreto y se negara a disiparse.

Se acercó al espejo con la intención de ajustar el broche de su cintura. No levantó la vista de inmediato. Sus ojos recorrían los detalles del vestido, las líneas del encaje, las costuras del corpiño. Su atención estaba en lo mecánico. Solo cuando terminó de abrochar los últimos botones, alzó la vista casi por costumbre.

Y se quedó helada.

La figura en el espejo era suya. El mismo vestido. La misma postura. La misma cabellera recogida con cuidado. Pero el rostro... no. Estaba modificado por una palidez nueva, unos labios sin pigmento, una expresión que no le pertenecía. Los ojos —esos ojos idénticos a los suyos— la miraban como si ya supieran algo. No había amenaza, ni violencia. Solo... reconocimiento. Un reflejo que parecía observarla desde otro tiempo.

Parpadeó y el espejo le devolvió su rostro habitual.

No gritó. No retrocedió de golpe. Solo apoyó una mano en el tocador. La otra permanecía ligeramente cerrada, como si contuviera una emoción que no podía desbordar. Cerró los ojos unos segundos, contuvo la respiración. No había nadie más allí. Solo ella. Y, sin embargo, la imagen persistía detrás de sus párpados con una nitidez que dolía.

Durante el desayuno, habló lo justo. No mencionó el incidente. Escuchó las trivialidades con aparente atención, hizo comentarios discretos, y evitó mirar demasiado tiempo el vapor que se elevaba desde la taza de té. Todo parecía normal. Pero en su interior, algo se tensaba. Se sentía como si caminara por la cornisa de una torre: aún erguida, aún en control... pero con la certeza de que un paso en falso podría llevarla al vacío.

Otra noche —la séptima desde la consulta—, soñó que caminaba por un pasillo. No reconocía el lugar, pero tampoco le era ajeno: columnas de piedra, paredes cubiertas de tapices oscuros, un perfume tenue a cera y algo más… algo como resina y sangre seca. Caminaba descalza. El frío le llegaba a los tobillos. Y de pronto, unos brazos la rodearon por la espalda. No se asustó. Al contrario: una risa tibia brotó de sus labios, como si aquellas manos le hicieran cosquillas suaves en el cuello. Hubo un susurro junto a su oído, una voz varonil, apenas un aliento, y justo cuando la calidez la invadía... sintió un dolor punzante en el hombro. Breve, agudo. Como el inicio de una mordida.




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