La botica olía a lavanda seca, eucalipto y hierro oxidado. El aroma fluctuaba con el calor del mediodía, suavizado por la sombra que proyectaban los postigos entornados. Detrás del mostrador, Julius pesaba unas hojas de beleño con la misma precisión con la que un orfebre mide los granos de oro. Sus dedos, envueltos en guantes finos, no vacilaban. Medía. Doblaba. Archivaba. Luego asentaba una cifra en la libreta que permanecía abierta a su lado, como un testigo discreto de pensamientos más hondos que la contabilidad.
No había clientes en ese momento. Solo el tictac del reloj sobre la repisa, el rumor distante de una carreta cruzando la calle y el lento crepitar del sol sobre el vidrio esmerilado de la puerta. Julius alzó la vista. Observó unos segundos la fila de frascos de vidrio verde y ámbar que decoraban las estanterías. Luego, sin urgencia, cruzó hacia el fondo del local, donde una mesa auxiliar aguardaba bajo una lámpara apagada y algunos volúmenes apilados con orden deliberado.
Eligió uno. Somniorum Synesiorum, de Gerolamo Cardano. Un tomo raro, más simbólico que empírico, donde los sueños eran interpretados como espejos del alma y a veces como visitas de realidades más complejas. Julius no compartía todas sus conclusiones, pero algo en la estructura lo ayudaba a ordenar lo que, de otro modo, habría sentido como caos.
Pasó los dedos por los márgenes, sin detenerse aún a leer. Releyó en cambio sus propias notas: transcripciones de lo dicho por Eleanor, fechas, síntomas, «una lista breve de imposibilidades clínicas».
Síntomas sin patrón corporal.
Ausencia de delirios, pero presencia de distorsiones perceptivas.
Conducta coherente. Lenguaje claro. Reconocimiento de la alteración.
Confesión voluntaria pero selectiva.
Miedo, sí. Pero no pánico.
Suspiró. Llevó los nudillos a la frente.
En otro cuaderno —más pequeño, de cuero rojizo— tenía subrayado un pasaje del De Insomniis que volvía a rondarle desde hacía días: «A veces el sueño no es sombra de lo vivido, sino lo vivido sombra de un sueño más vasto». Cerró el libro. No necesitaba leerlo otra vez. Lo tenía memorizado.
Tomó ahora un volumen más reciente, un tratado en francés sobre los estados hipnagógicos, firmado por un tal Dr. Lemoine, al que conoció años atrás en Edimburgo. Julius recordaba con precisión una tarde lluviosa en que debatieron sobre la posibilidad de que ciertos pacientes con predisposición sensitiva «captaran» —como lo llamó Lemoine— residuos psíquicos del pasado. No eran médiums ni enfermos. Solo sujetos con mayor permeabilidad, decía. Julius no había estado del todo convencido en ese momento. Ahora, comenzaba a reconsiderarlo.
Lemoine hablaba de «porteurs du seuil», los portadores del umbral: personas cuya consciencia dormida no se cerraba del todo al inconsciente colectivo. Aquello era arriesgado, y, para muchos, ridículo. Pero... ¿acaso lo que ocurría con Eleanor no se alineaba, peligrosamente, con esa noción?
Abrió su libreta. En una hoja limpia, escribió:
Propuesta inicial de intervención:
Registro escrito de sueños (consistencia, recurrencia, símbolos).
Control de variables: alimentación, luz, sustancias.
Infusión para inducir sueño profundo sin narcóticos. Verificar reacción.
Tónico sugerido: base de pasiflora, raíz de valeriana y un microgramaje de láudano.
Dosis controlada. Observación continua.
Se detuvo. Apretó el lápiz entre los dedos.
El diario de sueños, era un método inofensivo. Una invitación a observarse sin juicio. Y el tónico… el tónico sería solo un sedante leve. Nada que alterara su juicio, pero suficiente para inducir un descanso más profundo. Si aún en ese estado los sueños persistían… entonces, lo que los causaba no venía solo de ella.
El reloj marcaba las doce y cuarenta y dos cuando Julius tomó papel de pergamino fino y su estilográfica más delgada. La pluma rasgó el silencio con precisión clínica.
«Londres, 08 de julio de 1837
Dr. Émile Lemoine
Institute for the Study of Sleep Phenomena
41 Queen Street
Edinburgh, Scotland
Estimado Dr. Lemoine:
Espero que esta carta le encuentre con buena salud y en plena posesión de su particular lucidez. Le escribo no como un colega en vanas especulaciones, sino como una consulta urgente. Recientemente he conocido un caso que podría interesarle profundamente: una joven que presenta síntomas que, aunque inicialmente de ambigüedad clínica, parecen traspasar el umbral hacia lo que usted una vez llamó porteurs du seuil.
Quizás recuerde nuestras conversaciones en Edimburgo sobre la permeabilidad de la conciencia y la posibilidad de que algunas personas conserven, en determinados estados de sueño, una forma de memoria psíquica residual, independiente de la cronología personal. Confieso que entonces tenía mis reservas. Ya no las tengo.