Cáliz de Sangre

Capítulo XLV

La luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas como una caricia tibia, suavizando los contornos del mobiliario con un resplandor melancólico. El aire en la habitación era denso, no de calor, sino de pensamientos suspendidos, como polvo que no termina de caer. Eleanor permanecía sentada frente al espejo, con la espalda recta y las manos posadas sobre el regazo, mientras su doncella le abrochaba con dedos cuidadosos los botones de nácar del vestido.

Era un atuendo discreto, de seda gris lavanda con bordados apenas visibles a contraluz. Beatrice había sugerido un azul más claro, algo que resaltara sus ojos, pero Eleanor lo había rechazado con cortesía. No quería resaltar. No quería parecer una promesa envuelta en encaje. Solo quería estar... correcta.

Su mirada se detenía en su propio reflejo sin reconocerse del todo. La imagen que el espejo le devolvía parecía más calmada de lo que se sentía. Más serena. Como si las emociones estuvieran bien guardadas bajo llave, detrás de la piel, del corsé, del deber.

—¿Así está bien, milady? —preguntó la doncella con voz tenue.

Eleanor asintió sin hablar. Se incorporó con lentitud, caminó hacia el joyero de madera clara y lo abrió con cuidado. Entre los compartimentos ordenados descansaban varias piezas que hablaban de inviernos pasados, cenas formales y regalos sin alma. La pulsera de plata con pequeños zafiros —la misma que Charles le había obsequiado en diciembre— seguía allí, pulida y perfecta. La contempló un instante, sin tocarla. Había algo en su brillo que se sentía lejano, casi ajeno. Como si perteneciera a una versión suya que ya no estaba segura de habitar.

Desvió la mirada. Con dedos calmos, retiró una cadena más fina, apenas visible entre las sedas que forraban el interior del estuche. El colgante de plata, con aquella gema oscura y sencilla que últimamente era casi uno con su piel, no llamaba la atención a simple vista. Pero al sostenerlo, una breve y sorda electricidad pareció recorrerle la piel, como si la decisión de usarlo no fuera del todo suya.

Se lo colocó sin mirar demasiado al espejo. No buscaba confirmar nada. Solo sentir que, entre todo lo incierto, algo aún podía elegirse.

Finalmente, tomó los guantes que descansaban sobre la butaca. Eran los mismos que había usado aquella tarde en la boutique. Los mismos del paseo. Sus dedos se detuvieron un segundo sobre el encaje de los puños antes de calzárselos. Sintió el roce frío del tejido, como si le devolviera el gesto que una vez había sido consuelo, y luego silencio.

Desde el ventanal se alcanzaba a ver la línea del camino que subía desde el pueblo. Aún no se divisaban carruajes, pero la hora se acercaba. El corazón le dio un vuelco sordo, apenas perceptible. No estaba nerviosa. O eso se decía. No era ansiedad lo que sentía, sino una mezcla más compleja: una cautela melancólica, como la de quien ha aprendido que no toda herida sangra: algunas solo laten.

No sabía si podría sostenerle la mirada a Charles. Pero tampoco sabía si podría evitarlo.

Un crujido de ruedas sobre grava le robó el aliento. Eleanor se inclinó apenas hacia el cristal del ventanal y apartó con suavidad una de las cortinas. El landó negro se deslizaba por el sendero con la solemnidad de un cortejo fúnebre. Las ruedas levantaban un fino polvo blanquecino y el sol, al filtrarse entre los álamos, moteaba la carrocería con destellos dorados, casi indiferentes a la tensión que transportaba.

Dentro del carruaje distinguió apenas las figuras de Lord y Lady Everleigh, sentados con la rigidez de quienes llevan la compostura como armadura. Frente a ellos, el perfil de Charles. Iba erguido, las manos enguantadas reposando sobre las rodillas, la mirada perdida en algún punto más allá del camino. No parecía ansioso. Ni siquiera preocupado. Pero algo en su quietud revelaba un esfuerzo: el de sostener la fachada.

Eleanor retiró la mano del cortinado con un suspiro que no supo si era de resignación o de fuerza contenida. Se giró sin prisa hacia la puerta. El mayordomo no tardaría en anunciar la llegada. Aún tenía unos segundos. Y, sin embargo, esos segundos se sentían más densos que toda la espera de los últimos días.

Sabía que ese encuentro sería una coreografía de palabras medidas, de sonrisas justas y miradas prudentes. Lo había ensayado mentalmente una y otra vez. Pero no sabía si sería suficiente. Porque lo que una vez fue natural, ahora debía fingirse. Y fingir cercanía dolía más que admitir la distancia.

Un golpe leve en la puerta la sacó del ensimismamiento.

—Ya han llegado, milady —informó la doncella desde el umbral.

Eleanor asintió. Se alisó la falda con una caricia lenta, recogió con delicadeza un pequeño abanico de encaje blanco del tocador y se encaminó hacia el vestíbulo con pasos suaves pero firmes. La madera bajo sus pies crujía, discreta pero presente, como si registrara cada duda no dicha.

El corazón, sin embargo, no lo hacía. Latía con la exactitud de un péndulo a punto de romperse.

Antes de descender, se detuvo en el descansillo de la escalera. Desde la alta ventana que daba al frente de la casa, alcanzó a ver cómo el landó negro se detenía junto al pórtico. El sonido de los cascos sobre la grava aún vibraba en el aire, mezclado con la brisa tibia que agitaba suavemente las cortinas. Contuvo el aliento. No por sorpresa. Ni siquiera por miedo. Sino por esa punzada leve que siempre le atravesaba el pecho al verlo llegar.




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