El tono de la conversación había cambiado. Aunque las palabras continuaban fluyendo con amabilidad, el aire ya no parecía tan tenso. Lady Rose había iniciado una charla con Lady Beatrice acerca de las tendencias que comenzaban a llegar desde París. Hablaban con voz baja, educada, sin interrumpirse, comparando el encaje de Chantilly con el de Bruselas, las nuevas mangas abullonadas que prometían regresar, y los tonos pastel que —según decía Lady Beauford— ya eran considerados en desuso en los círculos más exigentes del continente.
Beatrice, encantada de compartir impresiones con alguien que entendía del asunto, no tardó en integrar a Eleanor con una suave sonrisa:
—Hija, cuéntale a Lady Rose sobre el vestido que mandaste encargar a Madame Vauclaire. El de gasa lavanda. Tú misma escogiste las telas.
Eleanor se tensó al escuchar el nombre de la dueña de aquella boutique. Se reprimió con todas sus fuerzas de mirar de reojo a Charles, aunque ya había sentido el peso de sus iris verdes casi toda la velada. Asintió con la cortesía que le era natural. Su voz salió firme, aunque no del todo animada:
—Madame Vauclaire sugirió unos detalles en hilo plateado, pero preferí mantenerlo sencillo. Me incliné por un patrón más discreto en la falda, con pequeñas flores de lis bordadas a mano. Es un trabajo delicado, pero elegante.
Lady Rose sonrió con aprobación.
—La sobriedad bien aplicada nunca pasa de moda. Las jóvenes hoy se dejan llevar por los brillos y los adornos excesivos. Pero hay cierta belleza en lo mesurado, ¿no le parece?
—Sí, milady —respondió Eleanor, bajando la mirada hacia su taza.
Entonces fue apenas un instante. Un cambio en la temperatura. El aire cálido del salón perdió su dulzura, como si un soplo de humedad antigua se colara por alguna grieta en las paredes. Eleanor sintió cómo un escalofrío le rozaba la nuca y descendía por su columna y hombros, hasta llegar a sus manos, que reposaban sobre el regazo.
No era la clase de frío que provenía del clima. No hacía frío. Era julio. Prácticamente imposible.
«¿Una ventana abierta?».
Ese frío comenzó a calarle los huesos, al punto de erizarle la piel y entumecerle los dedos. Aun así, se mantenía serena y partícipe de la conversación, completamente impasible, como se esperaba de una dama como ella. No podía evitar mirar discretamente, cuando nadie la observaba, alrededor de la sala.
«¿Soy la única que siente frío?».
El té dejó de tener sabor. El aroma de lavanda y jazmín se diluyó en su nariz. Los sonidos de la sala parecieron alejarse, como si alguien hubiese cubierto el mundo con un paño pesado. La luz de las lámparas titiló levemente, apenas una oscilación de aceite, pero suficiente para que la atmósfera adquiriera un espesor inusual.
Fue entonces cuando lo oyó.
Al principio creyó que era el crujido normal de la madera vieja, uno de esos sonidos que las casas grandes emiten sin razón. Pero no. Aquello tenía ritmo. Lentitud. Intención. Un sonido tenue, apenas un susurro. Provenía del pasillo lateral, ese que conducía a la galería cerrada, más allá del vestíbulo. No era un crujido de la casa. Era otra cosa.
Algo se desplazaba con lentitud, y lo hacía sin el peso habitual de los pasos cotidianos. No había taconeo, ni arrastre. Era un roce suave, casi húmedo, como si la planta de un pie desnudo tocara la madera recién encerada con precaución, con ritual.
Uno. Y otro. A intervalos irregulares. Como si quien avanzaba no tuviera urgencia. O no recordara del todo cómo se caminaba.
El salón seguía igual. Las damas hablaban, los caballeros conversaban a unos metros, el sonido del reloj continuaba marcando el paso del tiempo con precisión. Pero en algún rincón cercano, algo se aproximaba. Eleanor lo supo sin necesidad de ver. Su piel lo supo antes que sus ojos.
Lentamente, con un movimiento casi imperceptible, su mirada se desvió hacia ese rincón donde la penumbra empezaba a adueñarse de los márgenes del día. Allí, donde la sombra se espesaba entre cortinas y pilares.
En ese preciso momento, Eleanor casi dejó caer su taza de té. Se le heló la sangre y palideció como si una enfermedad se hubiese apoderado de su cuerpo. La voz se le atoró en la garganta y ya no escuchaba el murmullo de la velada.
Una figura la observaba. No se movía. Solo estaba.
La idea de gritar aterrada se le cruzó por la mente, pero no lo hizo, no pudo. Nadie parecía ver lo que ella veía. ¿Qué explicación poco escandalosa podría dar? Si días atrás creía haber perdido la cordura al hablar con el Dr. Grey, ahora tenía la certeza de que no podría decir la verdad sin ser juzgada o puesta en duda de su juicio.
«¿Estoy soñando?».
Estaba descalza, la piel tan pálida que parecía fundirse con el reflejo del suelo. Llevaba un camisón detenido en otro tiempo y una bata delgada que no ofrecía abrigo. El cabello caía revuelto, como si acabara de alzarse de un lecho que no era suyo. Y su rostro… era el de alguien que ha estado demasiado tiempo en vela. Cansada. Profundamente cansada. Solo esa mirada azul profunda que conocía bien, en la complicidad nocturna. Esa manera de sostener los ojos abiertos sin parpadear.
«¿C-Catherine?».