El traqueteo del carruaje se volvía monótono después de la tercera milla. Julius no lo notaba ya como sonido, sino como una vibración constante que se integraba a sus pensamientos. Viajaba solo, como siempre, acompañado únicamente por su maletín de cuero con los instrumentos necesarios y un estuche que contenía dos frascos de vidrio esmerilado, aún tibios por haberlos sellado esa misma mañana. El trayecto desde Bloomsbury hasta la residencia Whitemore no era corto. Había atravesado los límites de la ciudad hace más de una hora, dejando atrás el ritmo denso de Londres para adentrarse en una tranquilidad engañosa, casi teatral, como si la campiña inglesa no ocultara sus propios misterios.
El cielo estaba limpio, con apenas unas nubes delgadas que se desplazaban con desgano. Julius observaba el paisaje a través de la ventanilla con una expresión que para otro parecería indiferente, pero en él era concentración pura. El balanceo del carruaje no le gustaba, pero había aprendido a tolerarlo.
Había recibido la carta del Dr. Lemoine dos días atrás. Una respuesta breve, comedida, pero no indiferente. Lemoine tenía la costumbre de escribir entre líneas; usaba términos clínicos con elegancia, pero cada uno encerraba una inquietud que no siempre admitía abiertamente.
Hablaba de casos donde los sueños no obedecían a causas internas del todo claras. Mencionaba, con la cautela de un hombre que teme ser malinterpretado, que en ciertos individuos parecía abrirse una “puerta intermedia” durante el sueño, una especie de umbral en el que lo vivido, lo heredado y lo intuido se mezclaban sin jerarquía.
No usó la palabra «enfermedad». Tampoco «trance».
Solo escribió: Debe prestarse atención no solo a lo que sueña la paciente, sino al lugar desde el cual parecen llegar esos sueños. A veces el inconsciente recoge más que recuerdos personales.
Julius había leído esa frase al menos cinco veces. No porque no la comprendiera, sino porque no dejaba de encontrarle aristas nuevas. ¿Qué significaba «más que recuerdos personales»? ¿Simbología colectiva? ¿Algún tipo de residuo mental heredado? ¿O acaso —y esa idea lo inquietaba más de lo que admitía— algo que no pertenecía ni al cuerpo ni a la memoria, pero que encontraba en el sueño una forma de manifestarse?
El carruaje aminoró la marcha al tomar la curva del sendero que conducía a la residencia Whitemore. Las ruedas crujieron sobre la gravilla con ese sonido particular que tienen las casas aristocráticas: un susurro contenido, pulcro, casi vigilante. Julius asomó apenas la cabeza por la ventanilla. La fachada blanca de la mansión emergía entre los árboles como un recuerdo detenido en el tiempo. Simétrica, imponente, con ese tipo de elegancia que parecía construida para durar siglos… o para ocultar cosas.
El cochero detuvo el carruaje frente a la escalinata. Julius descendió sin prisa, su maletín en la mano derecha, el estuche de los tónicos bajo el brazo izquierdo. El mayordomo lo esperaba ya en el umbral, con esa mezcla de cortesía y reserva que la nobleza exigía de su servidumbre. Intercambiaron apenas unas palabras formales, y luego le indicó el camino hacia el salón menor donde lo aguardaba Lady Eleanor.
Julius caminó por los pasillos en silencio, sin distraerse con cuadros ni vitrinas. Había algo en esa casa —en su distribución, en el modo en que la luz se filtraba por los ventanales altos— que lo ponía en guardia. No era hostilidad. Era… densidad. Como si el aire guardara memoria.
Cuando se abrió la puerta del salón menor, la vio.
Lady Eleanor estaba sentada junto a una mesita baja, con un libro cerrado sobre el regazo y la espalda recta, como si hubiese estado esperando en silencio, sin moverse apenas. Llevaba un vestido en tonos suaves, y aunque su rostro mantenía la compostura, Julius advirtió —como se advierten las señales en un paciente que no quiere alarmar— un leve temblor en la línea de la mandíbula. Algo no dicha. Algo que, tal vez, no se animaba aún a compartir.
Se inclinó brevemente en señal de saludo.
—Lady Eleanor. Es un honor que me haya concedido su tiempo.
Julius avanzó un par de pasos. Eleanor se puso de pie con esa cadencia suya —ni apresurada ni artificialmente medida—, y le tendió una mano enguantada que él tomó apenas, lo justo para responder a la cortesía sin invadir el protocolo. Pero sus dedos, por un segundo, parecieron medir el pulso de un secreto que no debía revelarse.
—Doctor Grey —dijo con cortesía—. Le agradezco que haya aceptado venir.
—No tiene que agradecerme —respondió Julius—. Comprendo que haya cosas que no pueden discutirse entre los muros de un consultorio.
Ella asintió, y volvió a tomar asiento con la gracia automática de quien ha sido educada para no delatar nerviosismo. Julius tomó asiento frente a Eleanor, dejando el maletín cerrado sobre una mesita auxiliar. No abrió aún los frascos, ni desplegó sus utensilios. La observó con atención, como quien afina el oído antes de una sinfonía que conoce bien: los ángulos del rostro, el leve descenso de los párpados, el modo en que cruzaba las manos sobre el regazo, como si necesitara algo que anclar entre los dedos. Luego abrió su libreta de notas.
—¿Cómo se ha sentido desde nuestra última conversación?
Eleanor bajó levemente la vista, entrelazó las manos sobre el regazo, como si ordenara sus respuestas antes de hablar.