Cáliz de Sangre

Capítulo XLIX

La humedad del suelo le acariciaba la espalda como un susurro antiguo. El frío de la tierra, filtrado a través de su camisa empapada, era lo primero que sintió al recobrar la conciencia. No abrió los ojos de inmediato. Permaneció tendido sobre el musgo, con la respiración apenas perceptible y el pecho elevado por un ritmo calmo, como si el sueño se hubiera extendido más allá del umbral permitido. El canto remoto de un mirlo resquebrajó la quietud, arrastrando consigo el tenue murmullo de las hojas y el aroma espeso del bosque húmedo. Solo entonces se permitió volver al mundo.

Abrió los ojos con lentitud. El cielo estaba cubierto por un velo de nubes grises, aún teñidas del azul oscuro que precede al amanecer. Una bruma baja reptaba entre los árboles, subiendo desde la tierra con el ritmo de un aliento invisible. El bosque de Epping lo rodeaba en un silencio espeso, cargado de una quietud que no era paz, sino expectativa.

Demian yacía con una pierna extendida y la otra apenas flexionada, como si hubiese sido depositado allí por manos invisibles. La camisa blanca, ligeramente abierta en el cuello, se pegaba a su piel por el rocío, revelando la clavícula y la línea firme del torso. El cabello castaño, largo y ondulado, descansaba en torno a su rostro como una corona oscura, enmarcando una expresión serena y al mismo tiempo vacía. Solo la mancha oscura en la comisura de los labios rompía esa calma aparente, un vestigio de algo ocurrido... pero que su mente no se atrevía a encuadrar.

No supo cuánto tiempo había estado allí. Tampoco cómo había llegado. Al intentar incorporarse, no sintió dolor, solo una extraña ligereza en las extremidades, como si el cuerpo recordara lo que la mente se esforzaba en borrar. Se sentó con movimientos lentos, la mirada vagando sin destino fijo. El musgo húmedo, el crujido de una rama a lo lejos, la silueta de un cuervo recortada entre las ramas: todo parecía reconocible, pero no íntimo. Era como volver a una casa de infancia cuya disposición ha sido modificada en ausencia.

Se puso de pie finalmente. La capa, oscura y aún mojada, colgaba pesadamente de sus hombros. No parecía apurado. Sus pasos eran silenciosos, casi flotantes, mientras avanzaba entre los árboles, guiado por una brújula interna que no necesitaba pensar. El sendero hacia el castillo no era visible, pero sus pies lo encontraban igual.

El castillo emergió entre la niebla como un recuerdo obstinado. La fachada de piedra gris, coronada por gárgolas que se perdían entre las sombras, parecía más antigua esa noche, más cargada de historia y presagio. Las hiedras trepaban por las columnas con una paciencia que desafiaba el tiempo. La luz del vestíbulo se filtraba por el portón entornado, cálida, amarillenta, como una promesa de refugio para quien ya no distinguía el origen de su fatiga.

Demian cruzó el umbral sin decir palabra. Sus botas, húmedas por el rocío, no hicieron más que murmurar contra las losas del suelo pulido. Su capa goteaba, dejando un rastro oscuro tras de sí. La tela de la camisa aún se aferraba a su cuerpo, y en las mangas, en los guantes, se adivinaban manchas que el fuego no alcanzaba a iluminar del todo. Él no miró hacia abajo. Tampoco pareció advertirlas.

Desde el descanso de la escalera lateral descendió Eliott, mayordomo y guardián silencioso de las horas oscuras. Vestía una bata sobria sobre su ropa de dormir y sostenía una lámpara de aceite cuya luz temblaba al avanzar. Al ver a su señor, se detuvo en seco, y durante unos segundos, solo el fuego de la lámpara osciló entre ambos.

—Milord... —dijo finalmente, con voz baja y medida—. ¿Se encuentra bien?

Demian alzó la vista. No respondió de inmediato. La mirada, ausente y profunda, parecía más atenta a algo que no estaba en la habitación que a la figura frente a él.

—¿Está herido? —insistió Eliott con la misma calma.

La respuesta fue apenas un movimiento de cabeza, impreciso. No hubo palabras. Solo una especie de reconocimiento, como si la voz de su mayordomo lo hubiese traído, aunque no del todo, de vuelta a la conciencia.

Eliott no hizo más preguntas. Su experiencia le enseñaba que había noches que no se debían interrogar. Solo inclinó la cabeza con respeto.

—Le prepararé agua caliente, señor. Y le llevaré ropa limpia.

Demian dio un paso. Luego otro. La tela de la capa crujió al moverse. Siguió a Eliott por el corredor largo que conectaba al ala este. No pidió ayuda. No se tambaleó. Pero caminaba como quien carga un peso que no entiende.

Ninguno de los dos dijo una palabra más. Solo los pasos marcaban el ritmo del pasillo, interrumpido por el chisporroteo de alguna antorcha solitaria.

Mientras subía los últimos escalones hacia su habitación, Demian volvió la vista por sobre su hombro. No sabría decir qué esperaba ver. Solo sintió que algo —no el peligro, sino el eco de una presencia— lo había acompañado desde el bosque.

Eliott cerró la puerta sin ruido, y los pasos del mayordomo se perdieron por el pasillo alfombrado. La habitación quedó en penumbra. Solo el crepitar de las brasas en la chimenea quebraba el silencio. Demian permaneció de pie junto al dosel de la cama, sin moverse. No intentó desvestirse ni quitarse las botas húmedas. Sus manos, aún manchadas, colgaban a los costados del cuerpo con una quietud que no era descanso, sino ausencia.

No sabía qué lo había llevado al bosque esa noche. Tampoco cuántas horas llevaba vagando. Ni siquiera estaba seguro de cuánto de lo ocurrido pertenecía a la realidad y cuánto al sueño que a veces lo envolvía… ese sueño denso, líquido, como una fiebre sin causa.




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