Cáliz de Sangre

Capítulo L

El sol aún no había alcanzado su cenit cuando los primeros sonidos comenzaron a colarse por los pasillos de la residencia Whitemore. En el ala este, donde descansaban los aposentos de la hija única del conde, la luz matinal entraba tamizada por las cortinas de encaje, dibujando filigranas móviles sobre las paredes color crema.

Eleanor estaba de pie, erguida, con los brazos apoyados suavemente en los costados del tocador mientras su doncella ajustaba los cordones del corsé con precisión casi mecánica. No era el más cruel que había llevado, pero incluso en su suavidad había una renuncia: a respirar del todo, a moverse sin contención. El encaje mordía apenas, y ella lo aceptaba como se aceptan ciertas verdades: sin rebelión, pero tampoco con agrado. Todo formaba parte del ritual. Se limitó a mantener la postura mientras sus costillas se adaptaban a la presión. Sobre la camisa interior de batista, le colocaron un vestido de muselina azul claro, adornado con discreta puntilla blanca en el cuello alto y las mangas ajustadas.

—¿Está bien así, milady? —preguntó la muchacha.

Eleanor asintió en silencio. No tenía nada que objetar, pero tampoco mucho que celebrar. La miró por el espejo con una expresión neutra y volvió a bajar la vista.

Cuando descendió al comedor, el reloj marcaba las diez. Las tazas de porcelana descansaban sobre platos labrados con ribetes dorados, y un centro de mesa bajo con flores de temporada aportaba un toque de color tenue.

Beatrice ya se hallaba sentada, hojeando un pequeño cuaderno de cuentas domésticas mientras una criada servía té. Eleanor se acomodó frente a ella sin decir palabra.

—Buenos días, Eleanor. Hay scones de pasas y pan recién horneado —dijo Beatrice sin levantar la vista—. También han preparado kippers y un poco de mermelada de grosellas.

El desayuno ofrecía lo que uno esperaba en una casa como la suya: panecillos recién horneados, mantequilla salada de Devon, huevos cocidos suaves, un plato de jamón glaseado en rodajas finas, un bol de mermelada de grosella negra, y una tetera de plata humeando sobre un platillo de porcelana. Un segundo plato, más simple, con arenques ahumados y tostadas calientes, esperaba por si se deseaba algo más fuerte.

Eleanor se sirvió una taza de té y un trozo de pan. Desmenuzaba la miga como si fuera lo único que sus dedos recordaran hacer sin pensar. La conversación flotaba alrededor, lejana, como si no fuera realmente necesaria. Beatrice mencionó de pasada un par de nombres —el reverendo, Lady Abernathy— y habló del clima, del estado de los rosales y de las flores que no terminaban de abrir. Eleanor respondía con monosílabos educados, mientras su mente vagaba lejos de ese salón perfectamente decorado.

Luego del desayuno, acompañó a su madre en una de las tareas diarias: la supervisión de la servidumbre. Beatrice avanzaba por los corredores como una general en terreno conquistado, con las manos enlazadas al frente y la mirada aguda. Observaba el pulido del suelo, el brillo de las lámparas, la disposición de las flores frescas en los jarrones, el estado de los cristales en las ventanas.

—Ese florero está torcido —comentó en voz baja, y al instante una doncella corrió a corregirlo.

Cuando terminaron el recorrido, ambas se dirigieron al salón de costura. El sol de media mañana ya se había afirmado tras los ventanales, y las cortinas abiertas dejaban entrar la claridad como si se tratara de un huésped bienvenido. La servidumbre entraba y salía con discreción. Una doncella sacudía los cojines del sofá. Otra disponía un ramo de peonías en el jarrón azul de la consola.

Beatrice bordaba con paciencia el contorno de una enredadera en lino claro. Eleanor sostenía un bastidor más por costumbre que por voluntad. Deslizaba la aguja con lentitud, sin preocuparse por la simetría.

—Esta noche vendrá gente importante —comentó su madre tras un rato, sin levantar la vista del bordado—. Tu padre ha invitado a algunos caballeros de la sociedad ferroviaria. Será una velada discreta, pero espera que estemos impecables.

Eleanor asintió de nuevo. Lo había presentido. Cada vez que su madre insistía tanto en el estado del invernadero, las alfombras o la vajilla de plata, era señal de que una cena se avecinaba.

—¿Crees que vendrá Lord Everleigh? —preguntó Beatrice sin disimular demasiado el tono inquisitivo.

—No lo sé —respondió Eleanor, hilando con frialdad—. Imagino que sí, si hay intereses compartidos con los señores invitados.

El calor del salón, sumado al aire espeso y al murmullo constante de su madre, terminaron por agobiarla. Cuando Beatrice se levantó para recibir a la ama de llaves y revisar la disposición de la mesa de esa noche, Eleanor dejó a un lado el bastidor.

Necesitaba un respiro. Algo que no estuviera dentro del deber.

—Saldré un momento al jardín —anunció, sin esperar respuesta.

Cruzó la galería con pasos lentos y buscó el invernadero, ese rincón que la casa entera parecía olvidar. Solo allí sentía que podía desplegar pensamientos sin que nadie los corrigiera. El vidrio empañado por el clima húmedo dejaba pasar una luz suave, lechosa. Las macetas rebosaban de helechos, camelias, lavandas, y una vieja parra trepaba por una de las estructuras metálicas. El aire era cálido y ligeramente perfumado.

Se sentó en el banco de hierro forjado, escondido entre dos jardineras altas. Allí, protegida por el zumbido de una abeja y el canto apagado de los gorriones, sacó de su bolso el pequeño diario de cuero que Julius le había dado días atrás.




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