La velada desplegaba su encanto con una cadencia medida y sofisticada, como un vals que se repite sin cesar en un salón de espejos y susurros. Las luces tenues, filtradas a través de candelabros de cristal, lanzaban destellos dorados sobre los rostros de los invitados, mientras la música de salón flotaba con suavidad, envolviendo el ambiente en una atmósfera de expectación contenida.
Desde su posición junto a Charles, Eleanor no podía evitar observar cómo Demian Valcourt atravesaba la sala con la confianza imperturbable de quien conoce cada rincón y cada secreto. Su figura alta y esbelta, vestida con la elegancia discreta de un caballero acostumbrado a dominar sin alzar la voz, saludaba con cortesía y una leve inclinación de cabeza a hombres de negocios y aristócratas por igual. Conversaba con una voz baja y mesurada, gesticulando apenas, dejando entrever que sus palabras, aunque pocas, llevaban peso y autoridad.
Eleanor sintió un cosquilleo en el pecho cuando notó que sus ojos, ese avellana profundo que parecía guardar el fuego lento del otoño, se posaron fugazmente sobre ella desde la distancia. Fue un instante breve, apenas un parpadeo, pero suficiente para encender una corriente invisible entre ambos. Charles, absorto en lanzar comentarios cuidadosamente escogidos, en una súplica silenciosa por captar la atención y el perdón de Eleanor, no advirtió el intercambio, pero ella lo sintió como un roce sutil, una promesa velada que aún no se atrevía a pronunciarse.
Mientras Demian se alejaba para unirse a otro grupo, Eleanor se obligó a bajar la mirada, fingiendo interés en la copa que sostenía con manos delicadas. Sin embargo, el corazón le latía con una intensidad nueva, una mezcla de curiosidad y algo indefinido que se agitaba bajo la superficie de su compostura. No era miedo, ni exactamente deseo, sino la certeza de que aquella noche, algo había cambiado para siempre.
Por más que intentara mantenerse presente en la conversación, Eleanor descubría que su atención se deslizaba una y otra vez hacia él, como un pensamiento terco que se resiste a ser silenciado. Demian no era el centro de la velada —no hablaba en voz alta, no reía estruendosamente ni ocupaba el espacio con aspavientos—, y, sin embargo, su sola presencia parecía alterar la temperatura del aire, como si las llamas de las velas vacilaran en su proximidad.
Ella lo observaba entre los cuerpos que se desplazaban con lentitud por el salón, lo seguía con la mirada cuando se detenía a intercambiar palabras con algún diplomático extranjero, o cuando alguna dama lo abordaba con la esperanza de obtener una sonrisa. Y aunque él respondía con cortesía a cada una, Eleanor no pudo evitar notar la brecha invisible que mantenía entre él y el resto del mundo, como si se moviera entre ellos sin pertenecerles del todo.
Hubo un momento —breve, apenas perceptible— en que sus miradas se cruzaron de nuevo. Él no sonrió, ni ella apartó la vista. Fue una fracción de segundo suspendida en el aire, cargada de una gravedad inexplicable, como si en ese gesto mudo se revelara algo que aún no tenía nombre. Eleanor sintió una punzada en el estómago, una mezcla incómoda de vergüenza y fascinación, como si acabara de violar una norma que no sabía que existía.
Intentó convencerse de que no era nada, una casualidad, una ilusión nacida del hastío o del vino. Pero entonces, volvió a suceder. Una segunda mirada, esta vez más lenta, más deliberada. Él no la contemplaba como los otros hombres: no parecía elogiar su vestido ni buscar un gesto amable. La miraba como si la escuchara, incluso desde el otro extremo del salón. Como si supiera algo de ella que ni siquiera ella misma terminaba de comprender.
Eleanor sintió que la respiración se le volvía más corta, que algo dentro de su pecho quería moverse, pero no tenía forma. Se obligó a volver la vista hacia Charles, que aún hablaba, sin advertir nada. Le sostuvo la mirada por un instante, quizás por culpa, quizás para protegerse. Pero las palabras de Charles le parecieron huecas, y su sonrisa forzada le resultó dolorosamente visible.
Demian ya no la miraba. O quizás sí, pero desde algún ángulo imposible de rastrear. No había peligro, se dijo. No había conversación, ni contacto, ni promesas. Solo una mirada. Pero esa mirada parecía haberle abierto una puerta interna que ella no sabía cómo volver a cerrar.
Un murmullo nuevo brotó a espaldas de Charles y, antes de que Eleanor pudiera reaccionar, un caballero corpulento de bigote retorcido y mirada inquisitiva se les acercó con pasos seguros. Era Lord Ainsworth, un antiguo socio comercial del padre de Charles, que a menudo aprovechaba cualquier velada para entablar conversación sobre temas de inversión, propiedades rurales y rutas hacia las colonias.
—Lord Everleigh —saludó con cierta afectación, haciendo una reverencia breve—. Su padre me habló de los arrendamientos en el este de Kent. ¿Podríamos discutirlo antes de que finalice la velada?
Charles contuvo un suspiro, atrapado entre la obligación y su deseo de permanecer junto a Eleanor. Dudó apenas un instante, mirando a Eleanor con una súplica muda, como esperando que ella lo detuviera. Pero ella, serena, bajó un poco la mirada. No le pidió que se quedara.
—Por supuesto, milord —respondió él, y se alejó junto al caballero, aunque su mirada se volvía una y otra vez hacia ella como si no quisiera dejarla sola demasiado tiempo.
Eleanor sintió un repentino alivio. La presión de su cercanía se disipó y, por primera vez en toda la noche, pudo respirar sin sentir la vigilancia constante del deber.