Cáliz de Sangre

Capítulo LIII

Aunque la despedida se había insinuado bajo aquel cielo estrellado, Eleanor no se alejó de inmediato. Hubo algo en la manera en que Demian la miró —o quizás en el silencio que quedó flotando entre ambos— que hizo vacilar sus pasos. Fue entonces, casi como si el destino decidiera concederles unos minutos más.

La noche había descendido por completo sobre los jardines de Elmsleigh Manor, envolviéndolos en un silencio denso, profundo, como si el mundo se hubiese replegado sobre sí mismo. A cada paso, los faroles de gas proyectaban pequeñas islas de luz dorada sobre los senderos de grava, mientras la vegetación, alta y obediente, parecía inclinarse apenas al paso de la brisa. Las rosas dormían con los pétalos entreabiertos, exhalando su perfume más dulce; los jazmines, en cambio, se rendían sin resistencia, embriagando el aire.

Eleanor caminaba despacio, como si el suelo bajo sus pies pudiera deshacerse si avanzaba demasiado rápido. A su lado, Demian guardaba silencio, pero su presencia no era muda, sino vibrante: se sentía en el crujido leve de su bastón sobre la grava, en la cadencia medida de su andar, en ese calor que parecía emanar de él incluso en la frescura de la noche.

A lo lejos, se oía el eco amortiguado de risas, alguna música flotando desde el salón principal, como un recuerdo lejano de la velada que habían abandonado. Allí, en cambio, la realidad parecía más delgada, como si bastara con girar en la dirección equivocada para perderse en otro siglo. Eleanor se atrevió a mirar de reojo a su acompañante. No era solo la oscuridad la que lo hacía parecer parte de ella.

—¿Y usted, Lady Whitemore? —preguntó Demian, mientras el murmullo lejano de la música se filtraba entre los arbustos—. ¿Suele disfrutar de veladas como esta?

Ella se tomó un instante para responder, con la mirada perdida en los faroles que titilaban entre las ramas.

—Hay momentos que aprecio. Algunos rostros, ciertos silencios... Pero también hay ruido. Demasiado. —Luego lo miró con una media sonrisa—. A veces desearía poder desaparecer entre la maleza y quedarme allí hasta que todos se hayan ido.

Él ladeó el rostro, intrigado.

—¿Y si pudiera quitarse la máscara? —preguntó—. Solo por un instante... ¿Qué haría?

Eleanor bajó la mirada, como si la pregunta la hubiese desarmado. Se humedeció los labios, dudó.

—No lo sé —dijo primero, aunque la expresión de su rostro decía lo contrario. Luego se le escapó una pequeña risa—. En realidad, sí sé. Pero es una tontería.

—Le aseguro que no lo será —respondió él, con una calidez inesperada—. No después de cómo lo ha dicho. Me gustaría saberlo.

—Se va a reír —insistió ella, aunque ya parecía a punto de rendirse.

Demian negó con la cabeza, despacio.

—Jamás me burlaría de usted.

Ella respiró hondo.

—Quisiera cabalgar. A horcajadas —dijo por fin, muy bajo, como si revelara un deseo imprudente más que un secreto atroz—. Como lo hacen los hombres. No de lado. No con mil encajes y la espalda erguida como un adorno. Quisiera galopar tan rápido que el viento me arranque el sombrero.

Hubo un silencio suave después de eso. Luego, una risa, baja y suave. No de burla, sino de asombro y algo más difícil de definir.

Eleanor se puso frente a él y le dio un leve golpecito a la altura del pecho como reprimenda.

—Oiga, dijo que no se reiría —dijo en forma de protesta suave, mientras intentaba reprimir su pequeña sonrisa.

—Lo siento, milady. No es que me ría de usted —dijo—. Es que... no lo esperaba. Aunque en cierto modo sí. Usted no es... solo lo que aparenta.

—¿Qué aparento ser? —preguntó ella, casi divertida.

Él la miró como si viera algo que los demás no podían ver.

—Una dama perfecta, sin duda. Y, sin embargo, es más que eso, es usted misma. Y eso, créame, es más raro que cualquier disfraz.

Eleanor lo observó un momento, el rubor encendiéndole las mejillas, y luego bajó la mirada con una sonrisa que no pudo disimular.

—Espero que no lo cuente —bromeó en voz baja.

—Será nuestro secreto —dijo posando su dedo índice sobre sus labios, para luego guiñarle el ojo con complicidad—. Aunque le advierto que ahora tengo la imagen de usted galopando por los campos, imbatible y libre. No sé si podré deshacerme de ella con facilidad.

Ella rio, y el sonido fue sincero. Por un instante, todo lo demás pareció desvanecerse.

La noche era un susurro tibio sobre la piel. El aire húmedo acariciaba los árboles, filtrándose entre las ramas como si la oscuridad respirara. Eleanor avanzaba en silencio, envuelta en un chal de lana fina, trenzado en hilos color marfil. El tejido se aferraba a sus hombros como un recuerdo, pero bastó una ráfaga leve —esa que a veces anuncia la lluvia o el cambio— para que el broche, fatigado por el vaivén del tejido, cediera con un suspiro apenas audible.

No fue más que un clic tenue, como el chasquido de una idea interrumpida, ahogado entre el crujir de las hojas. Y, sin embargo, no llegó al suelo.

Demian se había inclinado ya, como si su instinto se hubiese adelantado al hecho. Sus dedos lo atraparon al vuelo, casi instintivo, como si el movimiento hubiese brotado de una costumbre antigua. Cuando volvió a erguirse, el broche reposaba en su palma abierta. La luz de la luna lo bañaba con suavidad, revelando el esmalte agrietado, el ópalo pálido que temblaba en su centro.




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