Cáliz de Sangre

Capítulo LIV

Eleanor no volvió a mirar atrás. Caminó junto a Marion en silencio, aún con el dorso de la mano ardiendo bajo el recuerdo del roce de Demian. Ninguna palabra fue dicha entre ellas hasta que atravesaron los corredores interiores de la mansión, donde el murmullo de la música y las conversaciones volvía a envolverlo todo, como si el mundo jamás hubiese notado su ausencia.

Y, sin embargo, algo dentro de ella sí lo había hecho.

El vestido se mecía con cada paso, y la luz de los candelabros arrancaba destellos de las piedras bordadas en la tela. Entró sola, con la compostura de una dama, aunque los dedos apretados contra su abanico delataban cierta tensión contenida. Algunos rostros se giraron hacia ella —por su elegancia, por su apellido, por costumbre—, pero ninguno con la intensidad con la que la miró él.

Demian Valcourt ya se hallaba en la estancia, apoyado con sutileza contra una columna de mármol olvidada, una copa de vino entre los dedos. La sostenía sin prisa, como si más que beber, estudiara el color profundo del líquido a la luz. Pero no era la copa lo que observaba. Era a ella.

Desde su posición, apenas ladeó el rostro. El ángulo era perfecto para no parecer evidente, pero lo suficiente para contemplarla. Había una quietud elegante en su postura, un dominio absoluto de sí mismo… salvo en los ojos. Porque en ellos había algo más: la memoria reciente de su cercanía, el roce invisible de un aliento que aún sentía en la piel.

Eleanor no lo buscó, pero lo sintió. Como si sus sentidos se activaran ante su sola presencia. Sus pasos aminoraron apenas un segundo, el necesario para alzar la vista y encontrarse con la suya. Fue un instante breve, casi imperceptible para cualquiera que no estuviera atento. Una sonrisa tenue curvó sus labios, como si se permitiera una tregua silenciosa en medio del protocolo. Luego desvió la mirada, y su silueta desapareció entre los invitados.

Demian aún con la copa en la mano, la siguió solo con los ojos, como si el eco de esa sonrisa bastara para alterar la noche entera.

La música, casi un susurro, flotaba delicada desde el pequeño conjunto de cuerdas oculto tras las celosías. Las luces, suaves y cálidas, proyectaban sombras doradas sobre los rostros atentos. El ambiente, a esas alturas de la noche, se hallaba dividido en pequeñas islas de conversación: los hombres de negocios agrupados en torno a un globo terráqueo y una botella de brandy discutían sobre rutas comerciales hacia las Indias Occidentales; cerca de ellos, un par de políticos susurraban cifras y apellidos con el ceño fruncido.

El salón que había sido preparado y destinado para los juegos se hallaba tenuemente iluminado por lámparas de gas, cuyas llamas titilantes proyectaban sombras móviles sobre las paredes empapeladas con motivos florales. Las mesas de roble estaban ya ocupadas por pequeños grupos que bebían y conversaban con animación. Algunas damas observaban desde la distancia, entre abanicos y risas suaves, mientras los caballeros se inclinaban sobre los naipes con estudiada indiferencia.

Charles, rodeado por un grupo de hombres que discutían rutas comerciales en la India, apenas prestaba atención. Su mirada recorría el salón con una inquietud apenas disimulada. Y entonces la vio. Eleanor acababa de entrar, con el porte sereno y el vestido ligeramente agitado por la brisa que se colaba desde los ventanales. Algo en su expresión la delataba, aunque fuese solo para él: esa mirada vagamente ausente que no coincidía con la compostura de sus pasos.

Intrigado, siguió la dirección de sus ojos.

Charles tensó la mandíbula cuando descubrió hacia quién iba esa mirada: Lord Valcourt, erguido junto a una columna, parcialmente cubierto por las sombras, observándola sin disimulo por encima del borde de su copa. La intensidad del cruce era casi imperceptible para el resto… pero no para él.

La velada continuaba entre risas y música de cuerdas, cuando una anfitriona entrometida —una viuda vivaz con talento para las uniones forzadas— sugirió con entusiasmo que Lord Valcourt se uniera a una de las mesas de whist. Él se limitó a inclinar la cabeza, sin entusiasmo visible, pero sus ojos buscaron a Eleanor, quien desde el otro extremo del salón lo observaba. Ella no dijo palabra, pero el modo en que sostuvo la mirada —un instante más de lo debido— bastó para sellar su destino.

La anfitriona palmeó con satisfacción su abanico de encaje y lo condujo a la mesa. Demian se sentó con elegancia, intercambiando saludos con los caballeros presentes. Frente a él, el marqués Nicholas Everleigh dejó caer su copa sobre la mesa con un gesto pausado, como si el cristal marcara el comienzo de una partida más antigua y peligrosa.

—Una velada encantadora —dijo Nicholas, sin mirarlo—. Me tranquiliza ver que aún hay anfitriones con criterio. Hoy en día, cualquiera con bolsillos llenos se sienta a nuestra mesa. Banqueros, corredores de bolsa… hasta impresores.

—La variedad es el alma de la conversación —respondió Demian, barajando las cartas con dedos inusualmente precisos—. Y la fortuna, al parecer, no distingue entre cuna y astucia. Aunque algunos aún se aferran a la ilusión de que la sangre otorga talento por herencia.

El comentario flotó como una brisa helada entre los jugadores. Uno de ellos rio suavemente, incómodo, y Nicholas curvó apenas los labios.

—El mérito tiene su lugar, por supuesto. En sus oficios, al menos. Aunque hay quienes olvidan cuál es su lugar… y creen que pueden sentarse con los de cuna. O cortejar como si fueran iguales.




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