La luz del sol se filtraba con timidez entre las cortinas, pintando la habitación de Eleanor con tonos dorados. Había despertado hacía rato, pero aún no se movía. Su respiración era tranquila, casi ausente. La almohada conservaba la forma de su mejilla y una de sus manos descansaba abierta sobre el pecho, como si aún esperara sentir allí el peso de una caricia. El recuerdo era vago y punzante, más emoción que imagen. Demian no había dicho nada que pudiera repetirse en voz alta, y, sin embargo, algo en la manera en que la había mirado —como si viera más de lo que debía— se le había quedado bajo la piel. Eleanor apretó los párpados y se giró sobre sí misma, hundiendo el rostro en la almohada. No podía nombrarlo. No debía.
Cuando al fin se incorporó, la luz ya había cambiado de tono. Se vistió en silencio, con la ayuda de su doncella, y descendió al salón, para unirse a sus padres a desayunar en el comedor.
Eleanor alzó la mirada cuando una criada entró en el salón portando un pequeño ramo envuelto con cuidado. Las flores —fresias y lavandas entrelazadas con un lazo marfil— desprendían un perfume suave y limpio.
—De parte de Lord Everleigh, milady —informó la criada con una leve reverencia.
Eleanor tomó el ramo con cierta vacilación, disimulando el leve temblor de sus dedos. Lo observó un instante en silencio. Eran bonitas, delicadas, pensadas para agradar… pero su corazón no se aceleró. Por un instante fugaz, casi infantil, había esperado otro nombre.
—Gracias —respondió al fin, y las colocó en agua cerca de la ventana.
Las observó por un momento, la luz matinal entraba débilmente bañando sus pétalos, dejando un suspiro de vacío profundo en el pecho de Eleanor mientras acariciaba apenas con un roce las hojas del ramo. Eran hermosas, sí, pero no podía evitar que un sentimiento de incomodidad la invadiera. Suspiró profundamente, se recompuso y caminó hacia el comedor, cuando pasó el umbral Beatrice enseguida levantó la mirada de su taza de té y sonrió.
—Qué gusto verte despierta, querida —dijo Beatrice alzando apenas la voz—. Pensé que te sentías indispuesta.
—Lo sé, lo siento, he dormido más de lo debido. La velada de ayer me dejó agotada —sonrió apenas para disipar la preocupación de su madre.
Henry no levantó la vista del diario.
—Me preguntaba si habías recibido las flores que envió Lord Everleigh.
Eleanor asintió, ocupando su lugar en la mesa.
—Las vi. Son muy bonitas.
—Las fresias y las lavandas son preciosas, le dan un toque de luz al ambiente —comentó Beatrice, con una sonrisa—. Siempre tan considerado. Habló con tu padre esta mañana; propuso una tarde en los viñedos y cabalgata, si el clima lo permite.
Eleanor se sirvió un poco de té, cuidando que la tetera no temblara en su mano y tomó una tostada con miel.
—Como lo crean conveniente.
—No se trata de lo que creamos nosotros, hija —intervino Henry—. Me gustaría que lo invitaras a caminar contigo —su tono fue tranquilo, aunque su mirada no se apartaba del periódico en la sección de finanzas—. No compromete nada, por supuesto… pero después de todo, Charles está intentando enmendar sus errores. Y si llegara a convertirse en tu esposo, es razonable que lo conozcas mejor, ¿no te parece?
—No estoy segura de querer conocerlo más de lo que ya lo conozco, padre.
—Lo entiendo —replicó él, con un suspiro leve—. Solo te pido que no cierres las puertas antes de tiempo. Un paseo no te obliga a nada, pero podría ayudarte a tomar una decisión más clara.
Eleanor apartó la vista, fingiendo acomodar un mechón de cabello invisible.
—Sólo es un paseo, nada más —agregó Henry, antes de levantarse junto a su esposa y dejarla a solas con sus pensamientos.
El carruaje de los Whitemore avanzó con elegancia por la avenida principal de la finca Everleigh, entre robles perfectamente alineados y jardines que aún conservaban los rastros del rocío matinal. Eleanor mantenía la mirada fija en la ventana, y aunque el paisaje era sereno, su mente divagaba en otra dirección.
En la entrada principal, Lord Nicholas Everleigh los aguardaba junto a su esposa, Lady Rose, con una cortesía impecable. Charles se encontraba unos pasos más atrás, vestido con chaqueta de montar oscura, botas brillantes y una sonrisa que parecía ensayada pero sincera.
—Lord Whitemore, Lady Beatrice, qué honor tenerlos en nuestra casa —saludó Nicholas con una reverencia medida—. Espero que el viaje haya sido agradable.
Mientras los adultos intercambiaban los cumplidos de rigor, Charles se acercó a Eleanor y, sin apartar la vista de ella, hizo una leve inclinación de cabeza.
—Lady Eleanor. Me alegra verla nuevamente. Si no le incomoda, he preparado los caballos. El sendero hacia el río está especialmente hermoso esta mañana.
—Gracias, Lord Everleigh —respondió ella con suavidad.
Beatrice le dirigió a su hija una mirada cómplice, y Henry asintió con aprobación. Charles ofreció su brazo, y juntos se alejaron del grupo principal hacia los establos.
Los caballos aguardaban ya ensillados. Charles le ofreció ayuda para montar, pero Eleanor lo hizo por sí sola, con una gracia que delataba años de práctica. Al ver eso, él sonrió.