Cáliz de Sangre

Capítulo LVI

El silencio en el castillo Valcourt era denso, espeso como el terciopelo oscuro que cubría las ventanas del salón principal. La única luz provenía del fuego que crepitaba en la chimenea, proyectando sombras ondulantes sobre los retratos ancestrales, mientras una brisa leve, casi imperceptible, se colaba por alguna rendija de los ventanales altos, arrastrando consigo el eco lejano del verano que latía más allá de los muros de piedra.

Demian estaba sentado en uno de los sillones altos, con un libro abierto entre las manos que no miraba. Sus ojos, fijos en un punto incierto del hogar, brillaban con un fulgor apenas contenido, como si revivieran algo reciente… algo que aún ardía.

El olor persistía. Ese dulzor a jazmines se aferraba a sus guantes como una promesa cruel. Aquel perfume, el mismo que había percibido cuando Eleanor caminaba entre los senderos de su jardín, se le había quedado grabado no solo en la piel, sino en lo más hondo de su memoria. Era inaceptable… insoportable. Y, al mismo tiempo, lo buscaba como un hombre hambriento que olfatea una cocina encendida.

Él mismo había recogido las flores, antes del amanecer. No soportó la idea de delegarlo. El jazmín era abundante en los jardines traseros de la propiedad, y aquella madrugada —con el alba insinuándose apenas— sus manos habían rozado las ramas cargadas de aroma. La fragancia se había impregnado en su piel, más persistente que cualquier residuo de sangre. Dulce. Punzante. Ella había olido así.

Se quitó los guantes con un gesto seco, lanzándolos al fuego sin pensarlo. Observó cómo las llamas los devoraban y el cuero ennegrecía, pero el olor seguía ahí, como si ya formara parte de él.

Había hecho algo imperdonable. Algo que se había prohibido durante años. Le había enviado un obsequio. Un par de pendientes antiguos, de plata envejecida y piedras pálidas, cuidadosamente seleccionados para hacer juego con el broche que Eleanor había lucido durante aquella velada.

«Un gesto estúpido, sentimental».

«Un riesgo innecesario».

Apoyó los codos sobre las rodillas y se inclinó hacia el fuego, como si pudiera confesarle al calor lo que no se atrevía a decirse a sí mismo: que Eleanor se le estaba volviendo indispensable. Que había cometido el error de permitirse verla una vez más. Y otra. Y otra. Que la noche anterior, mientras ella paseaba a su lado entre los rosales y la brisa jugaba con su cabello, él había deseado algo que no podía tener.

No habló. No suspiró. Pero el temblor leve en su mandíbula traicionaba la tensión que lo recorría. Sabía que esto no podía continuar. Y, sin embargo, ya había dado el primer paso.

El crujido de la puerta interrumpió el silencio con una prudencia medida. Eliott apareció con la compostura de siempre, impecable en su andar, con una copa de líquido oscuro —¿vino?— en la bandeja. La depositó sobre la mesa auxiliar, cerca de Demian, sin atreverse a romper el aire denso que lo rodeaba.

—Pensé que desearía algo para relajarse, milord —dijo con suavidad.

Demian no respondió enseguida. Su mirada seguía fija en las brasas, como si aún esperara una respuesta del fuego. Solo después de unos segundos extendió una mano y rodeó la copa con los dedos, sin llegar a llevársela a los labios.

—¿Se envió? —preguntó al fin, con la voz baja y contenida.

—Sí, milord. Fui yo mismo esta tarde. Dejé el ramo y la caja en la residencia Whitemore, como lo pidió. Me indicaron que la familia no se encontraba, que habían partido hacia la finca Everleigh, pero prometieron hacerle saber a Lady Eleanor sobre el presente en cuanto regresaran.

Un leve destello cruzó los ojos de Demian. Apenas un instante. Pero Eliott lo vio.

«La finca Everleigh».

La copa se posó con más fuerza de la necesaria sobre la mesa. No se quebró, pero vibró contra la superficie como si compartiera el temblor interno de su dueño.

—Muy bien —murmuró. Su tono no agradecía, tampoco despedía.

Eliott esperó un instante, como tanteando si había algo más que pudiera —o debiera— hacer. Pero Demian no levantó la vista, ni volvió a hablar. Con una leve inclinación de cabeza, el mayordomo se retiró en silencio, dejando al amo con sus pensamientos y la copa intacta.

Cuando Eliott se retiró, cerrando las puertas tras de sí con el sigilo que lo caracterizaba, el salón volvió a hundirse en ese silencio espeso que parecía propio del castillo. Demian tomó nuevamente la copa un poco más fuerte de lo debido, derramando algunas gotas sobre la alfombra, se puso de pie repentinamente, como si el sillón le quemara la espalda y las piernas, se acercó al hogar y permaneció de pie junto al fuego con la copa aún intacta entre los dedos. El líquido rojo reflejaba el temblor de las llamas, proyectando destellos carmesí sobre el cristal. No bebió.

Había enviado la caja con demasiada prisa. Tal vez no fue el momento adecuado. Tal vez ni siquiera debió hacerlo. La incertidumbre lo envolvía como un humo invisible, cálido y espeso, que le dificultaba pensar con claridad. ¿Le habría gustado? ¿Le habría parecido demasiado? ¿Demasiado personal?

Alzó la vista hacia los ventanales empañados. Afuera, la niebla se arrastraba como una criatura viva sobre el jardín dormido. Por un instante fugaz, creyó ver un movimiento. No afuera, sino en el reflejo del cristal. Una sonrisa leve, contenida, apenas curvando los labios antes de desvanecerse. No había rostro, no había voz, solo ese gesto tan nítido que le resultó dolorosamente familiar.




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