Cáliz de Sangre

Capítulo LVII

El amanecer se filtraba apenas por las cortinas entreabiertas, deslizándose sobre el rostro de Eleanor con una tibieza casi maternal. Dormía profundamente, con una de sus manos reposando cerca del pecho y la otra colgando fuera de la cama, enredada en la sábana. Sus labios estaban entreabiertos, respirando con calma, y su cabello, desparramado como una marea oscura sobre la almohada, enmarcaba la quietud de su rostro. A su lado, Lumen dormitaba hecho un ovillo, su cuerpo de pelaje gris plata capturando la luz matinal como si hubiera sido tejido con niebla. El pequeño gato respiraba al mismo ritmo que ella, como si compartieran el mismo sueño, moviendo apenas las orejas ante algún sonido lejano.

Fue el silencio lo que la despertó. Un silencio apacible, sin sobresaltos, sin gritos contenidos ni imágenes perturbadoras. Por primera vez en semanas, Eleanor había dormido de un tirón. No recordaba ensoñaciones, ni presentimientos, ni aquel cosquilleo persistente en la nuca que solía preceder a sus despertares abruptos. Se sentía… ligera. Como si alguien hubiese retirado un peso invisible que llevaba días oprimiéndole el pecho.

Parpadeó con lentitud, dejando que sus ojos se acostumbraran a la claridad matinal. Al girar la cabeza, notó a Lumen, que alzó la cabeza con desgano y la observó con sus ojos extrañamente atentos, antes de volver a acurrucarse con un leve ronroneo. Eleanor le acarició la cabeza con suavidad, agradecida por su silenciosa compañía. Debía haber entrado por el balcón durante la noche. El ventanal seguía entornado, y la brisa leve que se colaba olía a hojas húmedas.

Fue entonces que notó algo sobre la mesita de noche.

Un jazmín, perfectamente abierto, descansaba junto a su libro, separado del ramo que había recibido el día anterior. Este se encontraba sobre el tocador, aún fresco, junto a los pendientes de plata. Este jazmín estaba deliberadamente apartado.

Se acercó con precaución, aún adormilada. El pétalo exterior tenía una curva apenas más abierta que los demás, y un leve rocío le perlaba la base. No era parte del ramo original… ¿o sí? Su mente no conseguía ordenar del todo esa secuencia, y por más que intentaba darle importancia, algo dentro de ella se resistía. No tenía miedo, pero tampoco podía explicar el sobresalto mudo que sentía en el pecho. Eleanor tomó la pequeña flor con delicadeza y la olió. El perfume era sutil, pero embriagador. Una fragancia nocturna que, por alguna razón, le resultó más familiar de lo que habría querido admitir.

Lumen bostezó con pereza, mientras se estiraba despreocupado, se sacudió levemente, se levantó y se acercó a Eleanor en busca de su atención. El minino se sentó a su lado, con una de sus patas acarició con suavidad el brazo de la joven a la espera de sus demandas de afecto.

Eleanor sonrió con ternura, dejó el jazmín con cuidado sobre la mesita de noche y tomó con ambas manos al animal, sentándolo en su regazo y rascándolo por detrás de las orejas.

—¿Crees que algún día mis padres me dejen adoptarte oficialmente, Lumen? —dijo con voz suave sin dejar de acariciarlo.

El felino ronroneó con fuerza y maulló suavemente como si entendiera lo que su dueña dijera. Se acurrucó en su regazo, hundiendo el hocico entre las suaves telas del camisón de Eleanor. Ella apoyó la mejilla sobre su cabeza tibia y cerró los ojos por un instante, como si quisiera congelar aquel instante en el tiempo. Allí, en la quietud de su dormitorio, con la brisa del bosque aún suspendida en el aire y el murmullo lejano de un carruaje atravesando la calzada principal, todo parecía suspendido en una armonía frágil, casi artificial. Como una pintura demasiado perfecta.

Eleanor depositó con suma delicadeza a Lumen sobre la almohada, susurrándole una promesa de regresar pronto. El pequeño felino, acomodándose en el lecho, se acurrucó en un suave ovillo, cerrando los ojos mientras un ronroneo apenas audible reverberaba en la calma del dormitorio. La joven se incorporó lentamente, dejando atrás la tibieza del camisón para deslizarse con cuidado en el vestido de día. Cada movimiento suyo era medido, como un ritual silencioso que marcaba el paso de las horas en aquella antigua mansión.

Bajó por la escalinata de roble tallado, cuyos peldaños habían visto generaciones de sus antepasados caminar con pasos similares. Los largos corredores estaban adornados con tapices de escenas mitológicas y retratos que parecían observarla con ojos eternos. El aire olía a madera envejecida y un leve dejo de cera de vela, mezcla de austeridad y nobleza. Al abrir la pesada puerta de la biblioteca, Eleanor fue recibida por el aroma inconfundible de libros antiguos, hojas de pergamino y cuero gastado.

La estancia era inmensa, con estanterías que ascendían hasta un techo de molduras doradas y vitrales que filtraban la luz con tintes coloridos. En el centro, junto a una mesa de caoba pulida, esperaba el señor Beaumont, el tutor francés de Eleanor, un hombre de porte serio y voz grave, con cejas pobladas y un leve acento que denotaba su origen parisino.

Mademoiselle Whitemore —saludó con una reverencia suave—, me alegra verla puntual como siempre. Hoy revisaremos la traducción del pasaje que le dejé. Espero que haya encontrado la lectura a la altura.

Eleanor asintió, con un ligero brillo en los ojos que no pasaba desapercibido.

—Sí, señor Beaumont. El texto es hermoso, aunque desafiante. Me ha gustado particularmente cómo describe la noche, su quietud y misterio.

—Precisamente —respondió el profesor—, el fragmento que ha traducido pertenece a un poema de Alphonse de Lamartine, uno de los más finos exponentes del romanticismo francés. Permítame leerlo para que aprecie la musicalidad:

«Le soir descend, calme et pur,
La lune éclaire le velours obscur.
Dans l’ombre douce, l’âme s’éveille,
Et le cœur s’abandonne à la merveille».

—El crepúsculo desciende, calmo y puro, la luna ilumina el terciopelo oscuro. En la sombra dulce, el alma despierta, y el corazón se abandona a la maravilla.




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