Cáliz de Sangre

Capítulo LVIII

Las horas previas a la cena transcurrieron con una calma tensa en la casa Whitemore, como si incluso el aire en los corredores presintiera que aquella noche traería consigo algo fuera de lo común. Criados cruzaban el vestíbulo como sombras diligentes, con paños de lino colgando de los brazos como estandartes de una batalla doméstica silenciosa; vigilando que el mantel de hilo estuviera perfectamente planchado, que la cubertería reluciera sin una sola mancha de humedad, que los candelabros estuvieran limpios y derechos en su sitio. Se escogieron flores frescas del invernadero —no demasiadas, para no parecer ostentosos, pero sí suficientes para perfumar el ambiente con discreción— y el mayordomo colocó una botella de vino reservada para visitas distinguidas.

Eleanor recorría los pasillos del ala principal en silencio, apenas interviniendo, pero sin dejar de observar. La forma en que ajustaban las servilletas en forma de abanico, la selección del postre que la cocinera ofrecía con voz temblorosa —tarta de almendras o profiteroles—, o los dos tonos de vajilla que su madre barajaba para esa noche. Todo parecía más importante de lo habitual. Eleanor sentía un leve hormigueo bajo la piel, no del todo incómodo, pero difícil de ignorar.

—¿Por qué no hacemos algo más… francés esta vez? —propuso de pronto mientras acompañaba a su madre a inspeccionar los arreglos florales del comedor—. Quizá un boeuf à la bourguignonne. He oído que a los nobles del continente les recuerda a su tierra, sobre todo si han pasado demasiado tiempo en Inglaterra.

Lady Beatrice se giró, observándola con una mezcla de sorpresa y agrado.

—No esperaba que te interesaras tanto por los gustos del duque —comentó suavemente mientras ajustaba una rosa blanca en su sitio—. Aunque es cierto que sería un gesto amable. Se lo mencionaré a la cocinera.

Eleanor asintió, reprimiendo el impulso de pasar una mano por su cuello. No era propio de ella preocuparse por estas cosas, pero algo dentro de sí quería que esa noche transcurriera con exactitud: sin sobresaltos, sin distracciones, como un libro bien encuadernado y sin páginas sueltas.

Subió a su habitación un poco antes de lo habitual para asegurarse de que todo estuviera en orden: el vestido elegido, el cabello cuidadosamente recogido. Lumen aún dormía enroscado sobre el cojín de la ventana, completamente ajeno a la agitación que dominaba el resto de la casa.

Permaneció más tiempo de lo habitual frente al espejo. No por vanidad ni inseguridad, sino porque no terminaba de reconocerse. No en el vestido, ni en el peinado, sino en la manera en que una tenue ansiedad le rozaba la nuca como un soplo cálido. Se había recogido el cabello con esmero, dejando algunos mechones sueltos que suavizaban sus facciones, y tras dudar un instante, tomó los pendientes que Demian le había obsequiado el día anterior. Los sostuvo entre los dedos como si fuesen más delicados de lo que eran y, con un pequeño suspiro, se los colocó.

Luego sus ojos se dirigieron hacia el joyero. Dudó. Hasta que sus dedos tocaron el delicado collar que también le había regalado él. Eleanor lo sostuvo con ambas manos un instante, como tanteando si debía hacerlo o no. Finalmente lo colocó con cuidado sobre su cuello. Un obsequio tan íntimo, tan personal… y, sin embargo, no se sentía del todo extraño. Era una forma silenciosa de agradecerle, tal vez. O quizá, en el fondo, simplemente deseaba llevar algo suyo esa noche.

Volvió a observarse en el espejo. La imagen que le devolvía era una versión de sí misma que no solía mostrar. Una Eleanor ansiosa por una velada, por más informal que fuera, que no le temía tanto a lo que sentía. Bajó la vista, dejó escapar una bocanada de aire, que no se había dado cuenta que contenía, tomó sus apuntes de su clase de hoy y salió de la habitación en dirección a la biblioteca.

El sonido de cascos sobre el empedrado anunció la llegada del carruaje antes de que el mayordomo tuviera siquiera que asomarse. Puntual, como siempre, pensó Henry mientras dejaba su copa de jerez sobre una pequeña mesa auxiliar. Minutos después, escuchó la puerta principal abrirse, seguida de pasos firmes que se acercaban desde el vestíbulo. El mayordomo apareció entonces, escoltando al visitante con la solemnidad que la ocasión merecía.

—Su excelencia, el duque Valcourt —anunció con una leve inclinación de cabeza.

Demian atravesó el umbral con gracia serena. Vestía con sobria elegancia, un abrigo oscuro cuidadosamente abotonado, guantes que aún conservaban el brillo del cuero recién tratado y su cabello recogido en la nuca con pulcritud. Saludó con cortesía, primero al mayordomo, luego al conde, inclinando levemente la cabeza.

—Lord Whitemore —dijo con tono afable—. Espero no haber llegado demasiado pronto.

—Por el contrario —respondió Henry con una sonrisa que denotaba genuina simpatía—. Agradezco la puntualidad tanto como la compañía. Lo aguardaba en el despacho.

El duque asintió, y ambos hombres se encaminaron hacia la sala contigua, cuyas paredes altas estaban revestidas de madera oscura y estanterías repletas de volúmenes encuadernados en cuero. Sobre el escritorio central, ya reposaban algunos documentos y mapas enrollados.

Tomaron asiento uno frente al otro, y no tardaron en iniciar una charla educada sobre el viaje, las condiciones del camino y algunas noticias recientes que circulaban por los periódicos. Sin embargo, tras los primeros minutos, la conversación derivó naturalmente hacia el asunto que los convocaba.




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