Cáliz de Sangre

Capítulo LIX

Demian aguardaba en la biblioteca de los Whitemore, solo. El conde aún no regresaba y el silencio, al principio reconfortante, comenzaba a tornarse molesto. Al principio, permaneció sentado en un sillón próximo a la chimenea, hojeando un volumen encuadernado en cuero oscuro, cuyas letras doradas apenas resistían el paso del tiempo. El aroma a papel antiguo, tan grato en otras circunstancias, comenzaba a resultarle denso, casi estancado. El murmullo de las brasas no bastaba para aliviar esa sensación creciente de encierro estático.

Dejó el libro abierto sobre sus rodillas, sin leer realmente la página. Ladeó el rostro hacia los ventanales, donde las cortinas de terciopelo apenas dejaban filtrar la luz de la luna en la oscuridad del cielo nocturno. El tiempo parecía haberse coagulado, estancado en un ritmo que no era el suyo. Impaciente —aunque lo disimulaba con la misma elegancia con la que siempre contenía sus impulsos—, deslizó los dedos sobre el lomo del libro antes de cerrarlo con suavidad.

Finalmente, se incorporó.

No era hombre de permanecer inactivo más de lo necesario. Sin prisa, pero con decisión, se internó entre los pasillos de estanterías altas, flanqueado por hileras de volúmenes encuadernados en tela y cuero. El aire olía a tinta antigua, a encierro, a herencia. Al pasar, rozaba algunos lomos con la yema de los dedos, como quien recorre con familiaridad un cementerio de ideas, reconociendo nombres y fechas.

Mientras se internaba entre las hileras de estanterías, algo le hizo detenerse. No fue un sonido claro, ni un llamado deliberado, sino más bien un susurro. Una voz suave, femenina, que flotaba entre los estantes como un pensamiento en voz alta. No alcanzaba a distinguir las palabras, solo la cadencia serena de alguien que, al parecer, leía o reflexionaba en voz baja.

Movido por una mezcla de curiosidad y otra emoción menos definida —aunque igual de poderosa—, Demian avanzó con sigilo. Sus pasos no resonaban en el suelo de madera pulida; su andar era el de un hombre acostumbrado al silencio, un depredador elegante que no dejaba huellas.

La voz lo condujo hacia un rincón apartado de la biblioteca, donde la arquitectura formaba una suerte de refugio íntimo. Entre los estantes, Eleanor, estaba sentada frente a un escritorio de roble oscuro, completamente abstraída en lo que hacía. Llevaba un vestido color ciruela, sencillo, pero de una confección impecable, que resaltaba la delicadeza de su figura. El cabello, recogido en un moño bajo, dejaba al descubierto la curva suave de su cuello. La luz que descendía por la ventana alta acariciaba su perfil con una ternura que parecía casi deliberada, como si incluso la luna hubiese decidido inclinarse hacia ella.

Sobre el escritorio se esparcían varios libros abiertos, un cuaderno de hojas ordenadas y un tintero con una pluma que ella sostenía con natural elegancia entre los dedos. No escribía en ese instante. Releía en voz baja lo que ya había escrito, con los labios apenas entreabiertos, concentrada, sin sospechar que alguien la observaba.

Durante unos segundos que se estiraron en su percepción, simplemente la miró. Y en ese instante suspendido, comprendió que el silencio de la biblioteca ya no le resultaba opresivo.

Demian se aclaró la garganta apenas perceptible antes de inclinarse ligeramente en señal de saludo.

Bonsoir, mademoiselle —dijo con voz baja, mesurada, buscando no alterar la calma del lugar.

Eleanor, sorprendida por la presencia inesperada, alzó la vista con rapidez y el leve sobresalto dejó paso a una sonrisa que iluminó su rostro.

—Duque Valcourt —respondió ella con un deje tímido, intentando ocultar la concentración interrumpida—. No lo había oído.

Él correspondió con una sonrisa suave, llena de cortesía y algo más.

—Disculpe la interrupción, pero no pude evitar notar su concentración… ¿Qué es aquello que reclama tanta atención?

Ella bajó la mirada hacia el cuaderno, jugueteando con la pluma entre los dedos antes de contestar:

—Es una tarea… de mi tutor de francés. Debo traducir las primeras cinco páginas de Phèdre, de Jean Racine. Es algo… desafiante.

Al oír el nombre, los ojos de Demian adquirieron un brillo especial, mezcla de nostalgia y admiración.

—Un clásico imprescindible —murmuró con reverencia—. Racine supo capturar con maestría la tragedia humana. ¿Sabía que Phèdre se basa en las tragedias griegas, pero él logró dotarla de un lirismo único, tan intenso que aún hoy sigue resonando en los teatros parisinos?

Eleanor levantó la mirada, fascinada por el conocimiento y la pasión que irradiaba Demian.

—No, no lo sabía —admitió con interés creciente—. Me encantaría saber más.

Demian dio un paso más cerca, su voz bajó hasta un susurro cómplice que apenas rozó el oído de Eleanor.

—Si quiere, puedo ayudarle con la traducción. Es un placer compartir la lengua que llevo en la sangre.

El roce sutil de su aliento hizo que Eleanor sintiera un leve estremecimiento, una corriente invisible que circulaba entre ambos y sus mejillas se tiñeron de un rosa pálido. Él se sentó cómodamente a su lado, respetando la distancia, pero con la intención clara de estar más cerca que nunca.

—Muéstreme su trabajo —pidió con una sonrisa —, y quizás podamos descubrir juntos las bellezas escondidas en esas palabras.




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