Cáliz de Sangre

Capítulo LX

Los pasillos de la residencia Whitemore se extendían ante ellos como corredores de un mausoleo ancestral, envueltos en una penumbra tenue que apenas permitía distinguir los ricos tapices, susurros silenciosos de épocas pasadas, y los retratos de antepasados severos y solemnes que parecían vigilar cada paso. La madera pulida bajo sus pies resonaba con un eco sutil, como un latido pausado que se diluía en la vastedad del espacio, mientras Henry avanzaba con un porte marcado por la cortesía formal, aunque en sus ojos y la leve tensión en sus hombros se adivinaba una inquietud velada, un peso invisible que lo agobiaba.

Demian lo seguía con la calma elegante que siempre lo envolvía, sus pasos tan sigilosos como sus pensamientos, observándolo con atención. La inesperada llegada de Nicholas Everleigh esa noche había trastocado lo tan meticulosamente organizado, y aunque Henry no se permitía revelar más que la fachada de un anfitrión imperturbable, un leve gesto —un fugaz ceño fruncido— delataba que la conversación mantenida horas atrás pesaba sobre su ánimo como una sombra al acecho.

—¿Todo en orden con Lord Everleigh? —preguntó Demian con la naturalidad calculada de quien parece dueño de cada palabra y silencio, su voz suave pero firme, apenas un murmullo que quebraba la quietud.

Henry se detuvo un instante, como si en aquel gesto encontrara un breve refugio, y con un suspiro contenido, ajustó el cuello de la camisa, gesto sencillo pero cargado de significado.

—Nada que no pueda resolverse —respondió con tono cortés, aunque evasivo, dejando la frase suspendida en el aire mientras retomaban la marcha, el silencio que quedó tras ellos pesado, cargado de incógnitas no formuladas y secretos que se tejían en la penumbra.

Al abrirse las pesadas puertas del comedor, un resplandor cálido emergió para envolverlos, la luz dorada y temblorosa de los candelabros de cristal lanzaba reflejos danzantes que contradecían la fría noche extendida más allá de los muros. Beatrice Whitemore aguardaba ya, sentada con la dignidad y serenidad de quien domina su territorio, sus manos reposaban con calma sobre el mantel blanco, cual gesto delicado que invitaba a la conversación sin prisas ni artificios. A su lado, Eleanor permanecía erguida, ajustándose los guantes con un nervioso cuidado, las puntas de sus dedos temblaban apenas, un intento por ocultar la inquietud que se manifestaba en su respiración contenida y en el leve temblor de su figura.

Al abrirse las puertas y dejar paso a Demian y Henry, Beatrice les regaló una sonrisa serena y afable, aquella sonrisa cuidadosamente ensayada de quien domina las reglas no escritas del anfitrión. Sus ojos, oscuros y perceptivos, parecían medir cada movimiento, cada gesto, en ese pequeño ritual social que se desplegaba ante ella.

—Duque Valcourt, sea usted bienvenido —pronunció con voz cálida y mesurada, sus palabras envueltas en un velo de cortesía sutil, acompañándolas con un gesto amable y contenido—. Espero que su llegada haya sido cómoda y sin contratiempos.

—La hospitalidad de los Whitemore es, como siempre, irreprochable —respondió él con una sonrisa refinada, segura, como el trazo perfecto en una partitura, haciendo un pequeño gesto de cabeza en señal de respeto y reconocimiento.

Eleanor, por su parte, evitó el encuentro de miradas, bajando discretamente los ojos hacia el centro de la mesa. Sus labios se curvaron en un gesto tan leve que bien podía pasar por una sombra fugaz, un saludo medido y contenido. Pero el rubor que teñía sus mejillas era un testigo silencioso, una confesión muda de la tormenta que bullía bajo la superficie.

Demian no perdió detalle; observaba cada pequeño movimiento, cada fugaz expresión. Su semblante permanecía imperturbable, un enigma tallado en piedra. Había aprendido a ocultar sus emociones con maestría y conocimiento del valor del silencio. La tensión contenida entre él y Eleanor flotaba en el aire, una brisa apenas perceptible, cargada de promesas veladas y peligros apenas insinuados.

Sin una palabra, el duque tomó asiento, como si esa simple acción fuese la señal para transformar aquella velada en un juego delicado, donde cada mirada y cada palabra poseían un significado oculto.

La luz de las velas temblaba suavemente, proyectando sombras cálidas y danzantes sobre la mesa cuidadosamente dispuesta, trazando un escenario de claroscuros donde la realidad y lo sugerido se entrelazaban. Demian ocupó su lugar con una gracia innata, la elegancia de quien es dueño de su entorno. Desde el primer instante, se convirtió en el epicentro silencioso del encuentro, él dirigía la conversación con habilidad sin esfuerzo aparente, modulando el tono, el ritmo y las pausas, llenando cada vacío con una palabra mesurada o una sonrisa calculada.

Beatrice lo observaba con admiración contenida, como quien aprecia la destreza de un jugador experto que conoce todas las piezas y movimientos. Demian sabía cómo dirigirse a una mujer de sociedad sin que ni una sola palabra sonara arrogante o fuera de lugar. Además, tenía la habilidad de incluir a Henry con naturalidad en la conversación, aunque los temas rozaran lo tradicionalmente femenino: las sutilezas del arte culinario francés, anécdotas de viajes por París y los pequeños caprichos de la alta sociedad, detalles que se desplegaban como pétalos de una flor secreta.

Eleanor intentó desviar la mirada, esforzándose por no observarlo demasiado, pero sus propios ojos la traicionaban. En más de una ocasión, captó aquella mirada fija de Demian, una presencia invisible para todos menos para ella, como un roce apenas perceptible en la piel que despertaba una sensación punzante y cautivadora.
El tintinear sutil de las copas resonó en el silencio cálido de la sala, un sonido delicado que, sin embargo, pareció cargar el aire con una electricidad apenas palpable, una corriente que sólo Eleanor y Demian podían sentir, como un secreto compartido en medio de la formalidad. Él esbozó una sonrisa, esa calma contenida que se le escapaba apenas un instante, como un faro tenue en la penumbra de sus emociones ocultas.




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