Cáliz de Sangre

Capítulo LXI

El carruaje avanzaba lentamente por el camino serpenteante, y cada crujido de las ruedas sobre la grava parecía acentuar el silencio que lo envolvía. La noche, densa y cerrada, apenas se dejaba perforar por los faroles distantes, que aparecían y se desvanecían como luciérnagas cautivas en la oscuridad. Dentro, el vaivén acompasado del vehículo marcaba un ritmo hipnótico que lo empujaba hacia pensamientos que habría preferido evitar. Fue un instante breve, pero la sensación permanecía, aferrada a su memoria como una fragancia que no se disipa. No sólo era el contacto —era la docilidad involuntaria, la respiración entrecortada, el rubor en su rostro—, todo entretejido en un momento tan íntimo como prohibido.

Sabía que no debía permitirse ese deleite. Cada regla de decoro, cada vestigio de cordura y prudencia, gritaba contra ello. Sin embargo, la voz de la razón era un susurro ahogado frente al eco persistente de aquel roce. Lo sentía todavía, como si la tibieza de su piel hubiera quedado impresa en la palma de su mano.

Desvió la mirada hacia la ventana. La noche lo observaba con un silencio implacable, y él, en el fondo, sabía que no temía al juicio de los hombres… sino al suyo propio.

En el interior del carruaje el tiempo parecía haberse estancado. Demian reposó la mano derecha sobre el regazo, y en cuanto lo hizo, la memoria sensorial lo asaltó: el leve peso del pie de Eleanor, la suavidad sedosa de la media, el calor que se infiltraba en su piel como un veneno dulce.

Era sólo una sensación fantasma, y, sin embargo, se sentía tan real que sus dedos se crisparon, buscando inconscientemente repetir el gesto. Reprimió el impulso con un leve y casi imperceptible suspiro. El deseo estaba allí, palpitante, pero no era un deseo común; en su centro había algo más profundo, más antiguo… más oscuro. No se trataba únicamente de la atracción por su fragilidad y su inocencia, sino de una necesidad que lo consumía con una urgencia que le era demasiado familiar y que, por decoro —y por peligro—, jamás debía dejarse ver.

Se recostó contra el asiento, cerrando los ojos como si el gesto pudiera borrar la imagen. No lo hizo. El recuerdo volvía con más fuerza: la manera en que ella había contenido el aliento, el temblor apenas perceptible que había recorrido su pierna. Era una rendición involuntaria, y él había gozado cada matiz de ese instante. Un gesto de fastidio contrajo sus cejas. Su mirada se perdió en la oscuridad más allá de la ventana, donde nada se movía salvo el reflejo fugaz de algún farol lejano. El vaivén del carruaje lo arrullaba en un estado incómodo, atrapado entre la complacencia del recuerdo y el filo cortante de la censura propia.

Por un instante, sintió que no era él quien mandaba sobre sus pensamientos… sino algo dentro de sí, paciente y vigilante, que aguardaba el momento oportuno para reclamar lo que creía suyo.

El carruaje se detuvo frente al castillo Valcourt con un chirrido suave de ruedas sobre grava húmeda. La noche parecía aún más densa allí, donde la luz de los faroles no alcanzaba a disipar la penumbra que se aferraba a las paredes centenarias. Cuando Demian cruzó el umbral, el vestíbulo lo recibió con un silencio absoluto, roto apenas por el crujido amortiguado de la madera bajo sus botas.

No había criados aguardando, ninguna voz que llenara el aire con la calidez de un saludo. Solo el eco de sus pasos resonando contra la piedra fría, como si el lugar quisiera recordarle la soledad que lo perseguía. En la penumbra, la luz de la luna se filtraba por los altos ventanales, dibujando un corte plateado que parecía dividir el suelo en dos mundos: uno iluminado, otro perdido en sombra.

Demian apretó los puños por un instante, la tibieza del tacto de Eleanor aun vibrando en su piel, y sin embargo aquí todo era helado. La ausencia de risas, de voces, de algún roce humano, le recordaba brutalmente lo que la noche en aquella cena le había revelado: no había lugar para él en ese mundo cálido, ni para ese fuego contenido que había sentido bajo la mesa, rozando su mano.

En la residencia Whitemore, incluso los rincones silenciosos parecían impregnados de vida; allí, la risa y las conversaciones se filtraban desde alguna sala lejana, las lámparas doradas proyectaban un calor constante. Aquí, cada estancia era un vacío que se prolongaba hacia pasillos interminables, donde el frío no era solo físico, sino un recordatorio de que el castillo Valcourt no era un hogar… —ya no— solo un refugio sin alma.

El recorrido hasta su estudio fue un devenir de sombras. Los corredores del castillo se plegaban sobre sí mismos como si quisieran devorarlo; los tapices, que a la luz del salón parecían cálidos, ahora mostraban sus colores apagados y sus figuras parecían moverse con una lentitud de ultratumba. Eliott lo siguió a una distancia respetuosa, el ademán del mayordomo preciso como siempre, y se detuvo en el umbral con la deferencia aprendida durante años.

—¿Desea algo, milord? —preguntó, la voz medida, casi un susurro en el silencio de la noche.

Demian negó con un gesto seco. No quería compañía en su desasosiego ni que la cortesía sirviera de bálsamo.

—Déjalo, Eliott. Me serviré esta noche —respondió con esa calma que ocultaba la agitación.

El mayordomo asintió y, sin más, se retiró cerrando la puerta con cautela.

El estudio estaba iluminado sólo por la chimenea; las sombras proyectadas por las llamas daban a los muebles formas ya conocidas, pero hoy ajenas. Demian caminó hasta la mesa, deslizándose entre volúmenes y mapas, y tomó una copa gruesa que reposaba sobre un decantador de cristal. El líquido en ella era espeso, oscuro, casi opaco a la luz. Lo sostuvo un instante para mirar cómo la llama parecía beberse su reflejo. No quiso que nadie más lo sirviera: había en aquel acto una necesidad íntima de control.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.