El despacho de Nicholas Everleigh conservaba la quietud solemne de un lugar que rara vez permitía intromisiones. Los paneles de roble oscurecido absorbían la luz suave del atardecer, filtrada por cortinas pesadas de terciopelo color vino. Sobre el escritorio, la carpeta de planos ferroviarios y comparativas de rutas yacía cerrada, tal como él la había dejado la noche en que regresó de su última visita a la residencia Whitemore. Ni una sola hoja había cambiado de posición; la tinta de sus anotaciones ya lucía seca y olvidada.
El único sonido que interrumpía el silencio era el tictac preciso del reloj de péndulo, un compás regular que parecía subrayar cada segundo de su espera. En el aire flotaba el aroma tenue de cera de abejas y papel envejecido, esa mezcla inconfundible de un despacho donde el orden era una forma de autoridad.
Nicholas, hundido en el sillón de respaldo alto, mantenía la espalda erguida con la disciplina adquirida en años de vida pública. Sus dedos tamborileaban apenas sobre el brazo del sillón, un gesto imperceptible para cualquiera que no lo conociera bien, pero que delataba la impaciencia que se negaba a mostrar. Su mirada, fija en un punto indeterminado de la alfombra persa, parecía más ocupada en escenas invisibles que en el presente.
Repasaba, una y otra vez, cada palabra y cada silencio de su último intercambio con Henry. No había prisa en su respiración, pero en el ceño fruncido y la mandíbula apretada se intuía la tensión de un hombre que, aunque sabía esperar, no toleraba quedar relegado.
La memoria de aquella noche volvía a él con la nitidez incómoda de un cuadro demasiado bien iluminado. Había llegado a la residencia Whitemore sin cita previa, algo que, en otro tiempo, Henry habría pasado por alto con una sonrisa y un brindis. Aquel día, sin embargo, Nicholas había abierto la conversación con una disculpa breve pero correcta, antes de desplegar sobre la mesa un conjunto de cifras, diagramas y notas.
—Sé que no he avisado, Henry, pero no quiero robarte más que unos minutos. He traído unas comparativas que podrían interesarte. —Dijo mientras dejaba sobre la mesa una carpeta abultada, con el aire de quien coloca una carta decisiva en una partida de ajedrez.
Su propuesta, expuesta con el tono calculado de un hombre que se sabe respaldado por horas de estudio, defendía la inversión en tramos ferroviarios ya casi concluidos o en zonas con mercados consolidados. Habló de minimizar riesgos, de evitar la volatilidad de las rutas marítimas y de preservar capital para maniobras futuras. Henry lo escuchó, sí, pero en su mirada había un destello de distracción, como si su atención estuviera anclada en otro lugar.
—Nicholas, quizá podamos retomar esto más tarde —dijo, con voz serena—. En este momento tengo visitas.
—¿Visitas? —Nicholas arqueó apenas una ceja—. Imagino que no será nada que compita con nuestras cifras, ¿o sí?
Henry no respondió de inmediato. Aquella pausa fue más elocuente que cualquier palabra. No era costumbre que se rehusara a discutir asuntos financieros, mucho menos con un socio. Nicholas lo estudió con atención, y un matiz de sospecha asomó en su expresión, exhaló por la nariz como si eso anclara la pesadez de su pecho.
—¿Debo suponer que se trata de… Valcourt? —preguntó, con la cortesía intacta, pero con un filo bajo la superficie.
—Sí, así es —confirmó Henry al fin, sin levantar la voz, como quien prefiere no agravar una incomodidad inevitable.
El gesto de Nicholas se endureció; la cordialidad se disipó como el calor de una chimenea mal alimentada. Su voz descendió de tono, ganando en firmeza lo que perdía en amabilidad. No era secreto que entre él y el duque de Hatfield había ciertas diferencias, siempre podía sentirse un filo resguardado entre palabras cuando ambos coincidían en una conversación.
—Me sorprende —dijo, la voz descendiendo un par de tonos, cargada de firmeza contenida— que en asuntos que competen a los tres, la conversación se sostenga entre dos.
Henry permaneció erguido, sus hombros rectos y la mirada fija, pero los dedos tamborileaban apenas sobre la mesa, un gesto mínimo que delataba su propia incomodidad.
—La residencia Whitemore no es un consejo de administración, Nicholas. Aquí recibo a quien considero oportuno —replicó, con un tono sereno pero inflexible.
—Y yo, Henry, considero oportuno recordar que las decisiones que afectan al capital común merecen transparencia… y presencia —Nicholas dejó que cada palabra cayera con precisión, sin alterar un ápice su compostura.
—La transparencia no siempre exige simultaneidad —dijo Henry, una media sonrisa que apenas suavizaba la tensión en sus ojos.
—Ni la simultaneidad impide la lealtad —contestó Nicholas, en el mismo tono medido, las manos apretando apenas los reposabrazos mientras mantenía la mirada firme sobre su interlocutor.
El silencio que siguió fue casi palpable; cada pausa calculada, cada respiración medida, hablaba más que cualquier palabra. El aire entre ellos estaba cargado de reproche contenido y de la incómoda certeza de que ninguno cedería, al menos no sin costo.
El mayordomo tocó suavemente la puerta, haciendo que Nicholas cerrara los ojos por un momento y volviera la mirada a la chimenea ahora apagada.
—Adelante —dijo con voz grave y quedada.