Una penumbra espesa, casi líquida, se extendía en torno a ella, como si la habitación misma se hubiese transformado en un pozo insondable. Un murmullo de pasos apagados se mezclaba con el latido en sus sienes. Creía escuchar el roce de unas botas sobre la piedra, un crujido de madera que parecía provenir de siglos atrás, de algún lecho desconocido. Y entonces, una voz tenue, quebrada, surgió en ese mar de sombras, llamándola desde muy cerca.
—¿Mon aurore...? —susurraba, cargada de dolor, como si pronunciara un nombre prohibido, un apodo íntimo que solo a ella pertenecía—.
La oscuridad se espesó y, en esa negrura, se escuchó un crujido, como si el mundo mismo se partiera antes de caerle encima y sintió un peso súbito sobre su cuerpo. Algo, alguien, la inmovilizaba contra el colchón. El aire se volvió pesado, sofocante; una mezcla de perfume antiguo y de hierro le quemó la garganta, como si estuviera aspirando polvo de un ataúd recién abierto. Trató de moverse, de apartar aquellas manos que le apresaban las muñecas, pero no podía. Su cuerpo era de mármol, frío, inerte, y su alma parecía vibrar contra el cristal de un encierro invisible.
Un dolor punzante atravesó la carne de su cuello. No fue un corte ni un arañazo, sino una herida precisa, ardiente, que al mismo tiempo estremecía de un modo inexplicable. Ella ahogó un grito en el sueño, pero el sonido se quebró en su garganta. Y mientras la presión en su piel se intensificaba, aquella voz quebrada continuaba, jurando amor eterno entre sollozos, como si cada palabra fuese una daga clavándose en su propio corazón.
Una voz que parecía un eco lejano, se volvió más cercana, el aliento ardiente le rozó la piel del cuello. Había en ella un ruego que desgarraba, una súplica desesperada que se repetía como una plegaria:
—Perdóname... Perdóname, por todo lo que soy... juro que te amaré hasta el fin de mis días...
Las imágenes se distorsionaron. La oscuridad se pobló de ecos: una mano temblorosa que acariciaba un rostro amado, labios que murmuraban promesas como votos de un matrimonio secreto, ojos inundados de lágrimas y de culpa. La joven intentó aferrarse a ellos, pero cada detalle se le escapaba, como humo que se disuelve. Solo quedó el dolor punzante, la súplica desesperada, y una sensación de abandono que la atravesó hasta lo más profundo del alma.
Eleanor abrió los ojos bruscamente. La habitación estaba en calma, bañada apenas por la luz plateada de la luna que entraba por la ventana. El aire frío de la madrugada le acariciaba la piel húmeda de sudor. Su corazón latía con violencia, como si aún sintiera aquel peso invisible sobre su pecho. Llevó una mano temblorosa al cuello, encontrándolo intacto, sin más que la marca ardiente de un recuerdo que no terminaba de desvanecerse. Trató de recuperar el aliento, pero la sensación persistía, obstinada, como una melodía que se niega a ser olvidada: una voz quebrada, un juramento de amor eterno y una súplica de perdón que resonaba aún en sus oídos. El eco de ese ruego le pareció más real que la propia vigilia.
La frustración se adueñaba de ella como un veneno lento. Había creído, con inocente esperanza, que al fin la tormenta había quedado atrás: las noches se habían vuelto más tranquilas, los sueños menos pesados, y su diario comenzaba a llenarse de pensamientos nítidos, casi luminosos, que parecían pertenecer a una Eleanor distinta, más segura de sí. Pero aquella ilusión se quebró con violencia. Lo que antes eran horas de reposo reparador, ahora se tornaban en vigilias turbias, de las que despertaba con el alma desgarrada. Las páginas que tanto la consolaban volvían a mancharse de dudas, temblores y palabras a medias. Y la certeza de que el sosiego la había abandonado para siempre pesaba más que cualquier pesadilla.
Los días se sucedieron con la cadencia propia de un reloj que parecía latir en otro compás. Eleanor cumplía con sus rutinas: paseos por los jardines, bordado, lectura y esas interminables charlas con su madre sobre compromisos sociales. Todo en apariencia seguía el orden establecido para una dama de su edad, pero a ella cada jornada le parecía un suspiro que apenas alcanzaba a retener. En contraste, las noches se abrían como abismos interminables, donde las horas se deslizaban con lentitud cruel, obligándola a enfrentarse al desvelo y a los susurros de pensamientos que no sabía de dónde provenían.
De día, sonreía, conversaba, tomaba el té; de noche, sentía que su cuerpo no le pertenecía, como si viviera a destiempo de sí misma, ajena en su propia piel. Esa disonancia la perseguía incluso en los instantes más triviales, cuando un reloj marcaba la hora o cuando la luz del sol se filtraba entre las cortinas.
* * *
El frío le arrancaba la piel y la humedad de la hierba calaba hasta los huesos. Abrió los ojos y el bosque la recibió como un abismo de sombras, donde los troncos se alzaban erguidos como centinelas antiguos, y las hojas se entrelazaban formando un techo impenetrable que absorbía toda luz. La penumbra parecía viva, pulsante, y un susurro de viento traía consigo crujidos que hacían eco en su corazón. Cada respiración era un esfuerzo, cada latido un tambor que golpeaba en sus oídos. Sintió el vértigo de estar perdida, atrapada en un mundo que no era suyo, y en ese instante un sonido seco, cercano, la obligó a tensarse: una rama quebrándose bajo un paso invisible.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó con voz temblorosa.
Nadie respondió. Solo un silencio que parecía contener la respiración misma del bosque… hasta que una sombra pasó veloz entre los troncos. Eleanor sintió un escalofrío recorrerle la espalda y, dominada por el pánico, echó a correr. Las ramas le azotaban el rostro, los cuervos graznaban con un estrépito fúnebre, como si anunciaran su final. De pronto, un brazo firme y gélido la sujetó desde atrás; una mano helada tomó la suya, inmovilizándola, y entonces sintió el desgarrador dolor de una mordida.