Cáliz de Sangre

Capítulo LXV

El carruaje se detuvo frente a la residencia Wycliffe, una construcción que parecía hablar de siglos de tradición con cada piedra de su fachada. La madera oscura de la puerta principal brillaba bajo el sol de la tarde, pulida hasta reflejar las sombras de los retratos familiares colgados en el hall. El aroma profundo de cera, maderas envejecidas y libros antiguos se filtraba desde el interior, mezclándose con el fresco olor del jardín que rodeaba la mansión. Nicholas descendió primero, con la compostura exacta de quien sabe que cada paso, cada movimiento, será juzgado. Charles lo siguió con pasos medidos, ajustando el chaleco y el cuello de la camisa, manteniendo la expresión firme de un joven caballero que conoce su deber.

El hall estaba sobrio, imponente; muebles macizos y alfombras de tonos terrosos absorbían la luz de las ventanas altas, mientras los retratos de antepasados parecían seguirlos con ojos severos y críticos. El joven Wycliffe apareció a los pocos segundos, con el porte correcto de su linaje, acompañado de su padre.

—Lord Wycliffe, joven Wycliffe —comenzó Nicholas con voz grave, medida—, les agradezco recibirnos en su hogar. Espero no perturbar sus obligaciones cotidianas.

—Para nada, Lord Everleigh —respondió el padre, con una cortesía firme pero curiosa—. Nos interesa saber el motivo de su visita.

Nicholas asintió, sacando de su maletín varios papeles y diagramas. Se acercó a la mesa principal, desplegando las hojas con precisión casi teatral, y comenzó a exponer su discurso: la modernidad y el progreso de la nación y con ella las vías ferroviarias, el auge de los mercados, la oportunidad única que representaba. Cada palabra estaba medida, cargada de persuasión.

—Lord Wycliffe, joven Wycliffe —comenzó Nicholas, señalando algunos de los papeles sobre la mesa—. He venido a presentarles una oportunidad que podría interesarles. Se trata de la expansión de las vías ferroviarias, un proyecto que promete modernidad y rentabilidad.

—¿Vías ferroviarias? —preguntó el padre con un leve arqueo de ceja—. No es un terreno en el que estemos acostumbrados a invertir.

—Justamente —replicó Nicholas, inclinándose ligeramente, con voz suave pero firme—. Por eso les propongo algo que mantenga su prestigio intacto.

—¿Y cómo podría suceder eso? ¿qué sugiere milord? —preguntó el joven.

Nicholas sonrió apenas y un brillo de deleite y reconocimiento se asomó por sus iris marrones; inclinó la cabeza por la pregunta clave que tanto esperaba escuchar, con manos firmes y rápidas desplegó algunos mapas ferroviarios y hojas de cálculo.

—Qué bueno que lo pregunta joven Wycliffe —dijo con seguridad—. No necesitan involucrarse directamente en los riesgos del negocio; yo administraría el capital, combinando su inversión con la mía, asegurando resultados óptimos sin que deban manchar sus manos ni comprometer la imagen de su familia.

Lord Wycliffe entrelazó los dedos sobre la mesa, curioso pero cauteloso.

—Es… una propuesta interesante, Lord Everleigh —dijo con tono medido—. Pero necesitaremos tiempo para considerarlo.

—Por supuesto —asintió Nicholas, con una sonrisa que no tocaba los ojos—. La decisión no es urgente, aunque confío en que sabrán apreciar la oportunidad que se presenta ante ustedes.

Charles permanecía junto a su padre, la espalda recta, los hombros firmes, intentando mantener la compostura que la sociedad exigía de un heredero. Sus manos descansaban sobre el sillón, pero su atención divagaba. Sus ojos se iban a los marcos dorados de los retratos, al reloj de péndulo que marcaba con solemnidad el paso del tiempo, tamborileaba con los dedos, casi sin darse cuenta.

En un instante, la reunión se volvió un murmullo lejano y la sobria sala de los Wycliffe se disolvía. Su mente lo llevó a Eleanor: a la tarde en que la había acompañado a la floristería, aquel momento tan sencillo y tan extraordinario a la vez. Recordó cómo sus dedos habían rozado los pétalos de las flores, cómo su risa contenida había llenado el aire con una melodía que lo hizo sonreír sin darse cuenta, un gesto tan fugaz que apenas podía notarlo él mismo. Su corazón se ablandó al evocar cómo, de camino hacia aquella boutique, había apoyado la cabeza en su hombro, confiando en él de una manera que nunca antes había permitido.

Charles sintió un nudo de arrepentimiento: cómo la había ignorado tras la aparición de Lady Lucienne, cómo había perdido la oportunidad de sostener aquel instante de cercanía. Y, sin proponérselo, su boca se curvó en una leve sonrisa melancólica, casi un suspiro de ternura que escapó entre la rigidez del salón.

Mientras tanto, Nicholas hablaba con los Wycliffe, su voz segura y convincente, desplegando la propuesta de inversión. Charles apenas seguía las palabras; su mirada vagaba por los detalles de la sala: la madera oscura y pulida, los retratos familiares, los relieves dorados, pero todo parecía desvanecerse frente al recuerdo de Eleanor que volvía, caprichoso, negándole prestar atención a su deber. El movimiento de su cabello con la brisa, la suavidad de sus gestos, la forma en que había cedido a un instante de cercanía—todo ello lo mantenía atrapado.

Nicholas percibió de inmediato la distancia de Charles, esa atención dividida que no pasaba desapercibida para un hombre acostumbrado a leer gestos con precisión militar. Disimuló ante los Wycliffe, manteniendo la voz firme y el porte impecable, pero un suspiro contenido se escapó, apenas perceptible, mientras ajustaba la solapa de su chaqueta con movimientos medidos.




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