Cáliz de Sangre

Capítulo LXVI

La tarde se desangraba en tonos ocres cuando el carruaje de Julius atravesó las calles de Londres rumbo a su residencia. El traqueteo de las ruedas se mezclaba con el pregón lejano de los vendedores que aún resistían en los mercados, mientras la bruma ascendía desde el río y difuminaba los contornos de las farolas encendidas prematuramente. Al llegar, el cochero tiró de las riendas y el vehículo se detuvo con un leve chirrido. Julius descendió con calma, el abrigo oscuro ondeando levemente al compás del viento húmedo. Subió los tres escalones que llevaban a la puerta principal, aquella entrada elevada que se imponía sobre la calle como una línea divisoria entre el ruido exterior y la calma calculada de su hogar.

Insertó la llave en la cerradura y con un movimiento preciso abrió la puerta, una vez dentro dejó escapar un suspiro agotado, el viaje se le había hecho más largo de lo que querría admitir; colgó su abrigo, junto con su sombrero en el perchero del pequeño recibidor, caminó por el pasillo principal, la puerta que daba a su botica estaba cerrada, pero escuchaba voces proviniendo de allí, distinguió inmediatamente a su aprendiz que explicaba cómo debía beber un tónico a un cliente.

Caminó hasta la puerta de su consultorio y no pudo evitar fruncir el entrecejo al notar que la puerta no estaba cerrada, al abrirla se encontró a su ama de llaves quitando el polvo de las estanterías, su escritorio estaba cuidadosamente organizado e impecable. La madera bajo sus pies delató su presencia, llamando la atención de la mujer que levantó la mirada hacia él.

—Doctor Grey, bienvenido —dijo la mujer con la serenidad que la caracterizaba—. ¿Cómo le fue en Escocia? ¿es tan húmedo y lúgubre como dicen?

—No tanto como Londres en enero, señora Loughton —dijo Julius dejando su maleta a un lado del escritorio y dejando un pequeño maletín sobre él.

Julius desempacó libros, cuadernos, plumas, algunos frascos y sus gafas, se sentó en su sillón de espalda alta, se recostó y dejó escapar otro suspiro mientras cerraba los ojos. Tenía mucho que investigar, parecía que los días perdían horas, nunca había tiempo suficiente. Volvió a abrir los ojos y se puso manos a la obra.

Minutos después un suave aroma lo despertó de su pequeño descanso, la señora Loughton había entrado con una bandeja, llevaba una taza de té y un plato con las galletas favoritas del galeno. Dejó el interior de la bandeja sobre el escritorio, cuando lo vio tomar un libro en lugar de descansar, arqueó una ceja.

—¿Ha encontrado lo que buscaba en su visita al doctor Lemoine?

—Fue de gran ayuda, sí, aunque debo admitir que el doctor hablaba menos de lo que sabía —dijo sin levantar la vista del cuaderno—. Pero tuvo la amabilidad de darme un libro interesante y las notas de su investigación.

La señora Loughton asintió en silencio y caminó lentamente fuera del consultorio, fue cuando iba por el pasillo hacia la cocina que recordó lo ocurrido hace unos días.

—Ah, por cierto… mientras usted no estaba, la doncella de Lady Eleanor vino a buscarlo.

El médico se congeló. El cuaderno resbaló entre sus dedos, y sus ojos quedaron fijos en un punto lejano en la habitación, sentía un zumbido en los oídos y una punzada en el estómago se asentó con vértigo. En un impulso, se levantó y la siguió hasta la cocina, donde la encontró preparando otra taza de té.

—¿Por qué no me envió una carta a Edimburgo? —su voz era baja, tensa, como un hilo de furia contenida—. Habría regresado inmediatamente.

Loughton no se inmutó.

—¿Y cómo iba a hacerlo, señor? —replicó con ironía—. Usted nunca me dijo dónde se hospedaría. Aunque hubiera querido, no habría llegado a destino. Culpa suya, no mía.

Julius llevó una mano al rostro, pasó el dedo índice y pulgar por su frondoso bigote, como si peinarlo reprimiera la leve sonrisa que se formaba en la comisura de sus labios. No había modo de ganar con ella. Esa mujer le recordaba, en cierta forma, a lo que alguna vez fue el calor de un hogar.

—¿Qué dijo la doncella? —preguntó al fin, después de carraspear.

—No dijo mucho —respondió ella con naturalidad, dejando la taza sobre la mesa—. Solo que solicitaban su presencia. Y no me dio más explicaciones, pero a juzgar por su voz, parecía algo grave.

El carruaje avanzaba por las calles mojadas de Londres, el retumbar de las ruedas sobre los adoquines parecía amplificar la tensión que Julius llevaba consigo. No había perdido tiempo; apenas terminó la conversación con su ama de llaves, dio instrucciones precisas al cochero para dirigirse a la mansión Whitemore. Sin embargo, al llegar, la recepción no fue la que esperaba.

El mayordomo lo dejó pasar tras un leve asentimiento, pero la calidez de semanas atrás brillaba por su ausencia. Lady Beatrice apareció en el vestíbulo con paso sereno, su rostro rígido y sus labios comprimidos en una línea casi imperceptible de reproche. Julius la saludó con un gesto respetuoso, consciente de la distancia que su viaje había generado.

—Doctor Grey —dijo Beatrice, su tono cortés, pero frío, desprovisto de aquella familiaridad que solía ofrecer—. He de confesar que nos sorprendió su ausencia, más aún sin previo aviso. Espero que su viaje haya sido provechoso…

Julius asintió, pero la punzada en el pecho era inevitable; sabía que su intención había sido encontrar respuestas, no huir, y aun así sentía el peso de la desaprobación de la condesa.




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