Cáliz de Sangre

Capítulo LXVIII

La noche había caído con la serenidad propia de la campiña, y el silencio se extendía por los corredores de la mansión, apenas interrumpido por el crujido ocasional de la madera. Eleanor entró en su alcoba con paso lento, llevando aún consigo la resonancia de las palabras del doctor. Esa conversación, aunque breve, había dejado en ella un eco que no lograba acallar, como si su voz hubiese quedado flotando en los rincones de su mente.

Encendía la habitación un par de velas altas en candelabros de bronce, cuya luz temblorosa proyectaba sombras alargadas sobre el empapelado de tonos marfil. Eleanor avanzó hasta el armario de caoba que se alzaba imponente contra la pared. Sus manos, pálidas y delicadas, recorrieron la madera antes de abrir las puertas, revelando la hilera de prendas cuidadosamente dobladas y colgadas. Escogió un camisón de muselina, ligero, de mangas largas y cuello bordado, lo desplegó con parsimonia y lo colocó sobre la cama antes de comenzar a despojarse de las múltiples capas del vestido que aún llevaba.

El sonido de los corchetes soltándose y el roce de las enaguas al caer formaban una música suave, doméstica. Una doncella se había ofrecido a asistirla, pero Eleanor, deseosa de estar sola con sus pensamientos, había pedido intimidad aquella noche. El camisón cayó sobre su piel como un velo, frío al principio, luego cálido al adaptarse a la temperatura de su cuerpo.

Cruzó hacia la cómoda, donde descansaba una bandeja de plata con una jarra y un vaso de cristal. Sirvió un poco de agua y bebió lentamente, contemplando el reflejo de la llama en la superficie líquida. Después dejó el vaso en su sitio y, con un gesto automático, caminó hacia el tocador. Se sentó frente al espejo ovalado y tomó el cepillo de marfil, deslizándolo con calma entre su cabellera azabache. El sonido rítmico de las cerdas acariciando el cabello se mezclaba con el chisporroteo distante de la vela. Una y otra vez llevó el cepillo de raíz a punta, como si en aquel acto mecánico pudiera desatar también los nudos invisibles de su mente. Finalmente lo dejó a un lado y se levantó.

Se dirigió a la cama, apartó con suavidad la colcha bordada y se sentó en el borde. Sobre la mesita de noche aguardaba el pequeño frasco ámbar del tónico que Julius le había prescrito. Lo sostuvo en la mano unos instantes, observando cómo la luz de la vela se fragmentaba en el cristal. Recordó sus palabras.

«Puede aumentar ligeramente la dosis del preparado que ya posee; unas pocas gotas más podrían ayudar».

Con gesto indeciso, inclinó el frasco sobre la cucharilla de plata y dejó caer no la dosis habitual, sino unas pocas gotas extra. Las tragó sin vacilar, aguardando algún efecto inmediato que no llegó.

Suspiró, recostándose finalmente bajo las sábanas de lino. La frescura inicial pronto se transformó en abrigo. Permaneció un rato con la vista fija en la vela que ardía en la mesilla, observando cómo la cera se deslizaba en hilos brillantes por el costado. La llama menguaba poco a poco, temblando, luchando contra la oscuridad que reclamaba la estancia.

Eleanor no apartó los ojos hasta que la vela se extinguió con un leve siseo. La oscuridad la envolvió suavemente, dejando tras de sí un leve rastro de humo que se disipó en silencio. En ese instante, el mundo real se volvió distante, diluyéndose en un mar de sombras. El murmullo del viento entre los postigos y el crujir apagado de la madera del cuarto se confundieron con otros sonidos, ajenos, lejanos, como si llegaran desde otro lugar, desde otro tiempo.

El peso de las sábanas se transformó en el de un vestido pesado, tejido con brocados ásperos que oprimían el torso y caían rígidos hasta el suelo. Ya no estaba en la quietud de su recámara, sino en una estancia amplia, de muros altos, iluminada apenas por la llama temblorosa de algunos candelabros. La luz arrancaba brillos metálicos de los tapices y proyectaba largas sombras en las paredes, alargando figuras que parecían observar desde los rincones. El aire estaba impregnado de una tensión densa, un silencio que pesaba más que las palabras aún no dichas. Frente a ella, un hombre de porte imponente, con la rigidez propia de quien se sabía dueño de la autoridad, aguardaba con el gesto severo y los brazos cruzados. Su mirada no era solo paternal, sino un juicio inflexible, como si cada detalle de su postura, de su silencio, pudiera ser interpretado como desafío.

La estancia parecía latir en un compás lento y opresivo, hasta que, finalmente, la voz grave del hombre quebró el silencio.

—Ya tienes la edad adecuada, no hay más tiempo que perder —dijo, con un tono que no admitía réplica—. Es un hombre respetable, con un apellido digno y con tierras que asegurarán tu porvenir.

La joven, sentada en una silla junto a la ventana, mantenía las manos entrelazadas sobre su regazo. Sus dedos, tensos, revelaban la lucha interna que libraba. Aun así, su voz salió firme, aunque impregnada de súplica.

—No quiero un nombre ni unas tierras, padre. Quiero conocer al hombre con quien compartiré mi vida. No deseo ser arrojada a un destino que me intimide, ni convertirme en una sombra al lado de alguien que me vea como un mero adorno.

Él se volvió hacia ella con un ademán brusco, sus ojos encendidos por una mezcla de ira y cansancio.

—¡Hablas como una niña! —tronó, dejando la copa sobre la mesa con tal fuerza que el vino se agitó—. El amor es un lujo que pocos pueden permitirse. No comprenderás ahora lo que digo, pero el deber está por encima de tus caprichos.




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