Cáliz de Sangre

Capítulo LXIX

La tarde caía con suavidad sobre los amplios ventanales del comedor, filtrando la luz a través de los cortinajes de lino marfil y dibujando sombras alargadas que se arrastraban sobre la mesa como fantasmas silenciosos. Los candelabros de plata reflejaban la claridad del sol que se deslizaba sobre la superficie pulida de la madera, iluminando los cubiertos dispuestos con meticulosa simetría y las copas de cristal que aguardaban, frías y expectantes. Eleanor permanecía ante su plato, moviendo distraídamente los alimentos con el tenedor, sin encontrar apetito. La miga de pan se deshacía entre sus dedos y los guisantes rodaban, inertes, como si obedecieran a su ánimo ausente; un leve temblor en sus manos traicionaba su esfuerzo por mantener la compostura, y en su pecho latía una inquietud que ninguna luz podía disipar.

Beatrice, sentada a su lado, la observaba con mezcla de inquietud y ternura. Sus dedos tamborileaban suavemente sobre la porcelana, incapaces de contener la ansiedad que le provocaba aquella apatía silenciosa. Los labios ligeramente entreabiertos parecían contener un suspiro que amenazaba con escapar, un hilo de preocupación que se enredaba en la quietud del salón.

—¿Te encuentras bien, hija mía? —preguntó Beatrice, su voz suave pero cargada de inquietud, mientras posaba la mano sobre el respaldo de la silla de Eleanor, transmitiendo un calor que apenas lograba atravesar la bruma de ensimismamiento que cubría a la joven.

—Sí… sí, estoy bien —replicó Eleanor, esbozando una sonrisa forzada que no convenció a nadie, ni siquiera a ella misma—. Solo… no tengo hambre.

Henry, sentado frente a ellas, reclinado en su silla con el periódico extendido ante sí, fingía desinterés, pero sus ojos delataban la atención que prestaba a cada pequeño movimiento de su hija. Con un suspiro, dejó el periódico a un lado y apoyó un brazo sobre la mesa; el silencio que lo acompañó pesó más que cualquier palabra, colmando la estancia de una tensión apenas perceptible.

—No pareces del todo animada, Eleanor —comentó midiendo cada sílaba como quien pisa cristales, temeroso de quebrar algo delicado.

En ese instante, un criado apareció en la puerta, sosteniendo una fina carta lacrada con el emblema de un león rampante sobre el sello de cera. Se acercó con paso medido y depositó la misiva sobre la mesa; el tintineo del lacre resonó con un eco casi ceremonial, llenando el aire de un presagio silencioso. Henry rompió el sello y desplegó el papel; los ojos recorrieron rápidamente la caligrafía elegante, que parecía danzar sobre el pergamino con una vida propia.

—Lord Ashbury nos invita a un baile esta misma noche en Windsor Castle —anunció con voz clara.

La mención del lugar despertó la atención de Beatrice, cuyos ojos se iluminaron con entusiasmo, mientras Eleanor permanecía casi inmóvil, sumida en su nube de pensamientos, como si el mundo a su alrededor se hubiera vuelto un lienzo difuso, los contornos y colores apenas perceptibles.

Beatrice no pudo ocultar su alegría; su sonrisa se expandió con la expectativa de la velada, iluminando su rostro con un calor que contrastaba con la palidez contenida de su hija, como si una lámpara encendida luchara por penetrar la penumbra de la mente de Eleanor.

—Oh, Eleanor, será encantador. Imagina los jardines, el salón iluminado, los músicos… —sus manos se entrelazaron con suavidad sobre la mesa, casi implorando compartir la emoción.

Eleanor intentó devolver la sonrisa, pero su gesto quedó incompleto, una sombra de su distracción persistía sobre su semblante. La idea de la velada le resultaba distante, como si el peso de la noche anterior aún la acompañara, arrastrando con él ecos que se negaban a disiparse. Cada invitación, por más prestigiosa que fuese, parecía un paso hacia un mundo que aún no lograba habitar plenamente.

* * *

Al caer la noche, el carruaje de la familia Whitemore avanzaba lentamente por el camino de grava que conducía a la imponente residencia. La oscuridad se deslizaba sobre los jardines como un manto silencioso, apenas interrumpida por los contornos de los setos perfectamente podados, de los rosales y de las glicinias que exhalaban un perfume tenue y dulzón, flotando con un aire frío que parecía susurrar secretos olvidados. Las linternas de aceite que bordeaban la entrada y las farolas de hierro forjado del carril emitían un resplandor cálido, proyectando sombras caprichosas sobre la grava y los arbustos, dibujando un contraste de luz y penumbra que convertía la noche en un escenario casi teatral.

El carruaje, tirado por caballos de crines negras y lustrosas, crujía suavemente sobre la grava. Eleanor, sentada junto a su madre, parecía ausente, perdida en la penumbra de los jardines iluminados tenuemente, mientras su mente repasaba la velada que se avecinaba, imaginando rostros, gestos y conversaciones como si fueran fragmentos de un sueño incompleto. Beatrice la observaba discretamente, apoyando la mano sobre la rodilla de su hija, un gesto silencioso que buscaba consolarla, pero que solo rozaba la superficie de su conciencia, dejando un eco débil de calidez en medio de la bruma de sus pensamientos.

Al detenerse frente a la gran puerta del castillo, la familia Whitemore percibió la magnificencia de la fachada. La piedra gris se alzaba como un monumento ancestral, con gárgolas de estilo neogótico que vigilaban desde lo alto y ventanales que reflejaban la luz cálida de los candelabros. Una escalinata de mármol conducía a la entrada principal, flanqueada por guardias uniformados que saludaban con gestos medidos y solemnes.




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