Cáliz de Sangre

Capítulo LXX

La música volvió a llenar el salón, pero alrededor de Demian y Cassiel se mantenía un silencio peculiar, denso como un velo que no terminaba de disiparse. Eleanor, aún inmóvil, tuvo la impresión de que las palabras entre ambos hombres habían dejado cicatrices invisibles en el aire, como si el roce de sus voces despertara antiguas rencillas. Poco a poco, el bullicio aristocrático regresaba, pero en su interior crecía la certeza de que lo que presenciaba no era un simple intercambio social, sino un duelo velado.

El golpe de una voz familiar quebró la tensión.

—¡Lord Thornecroft! —exclamó Lord Ashbury, acercándose con entusiasmo—. Inglaterra vuelve a contar con un Thornecroft en sus salones después de tantos años… ¡un acontecimiento digno de celebrarse!

Cassiel inclinó la cabeza con una sonrisa cortés, y la conversación derivó hacia anécdotas de antaño, recuerdos de familias y nombres de haciendas. Eleanor lo observaba en silencio; sus respuestas eran impecables, pero había en su tono una suavidad calculada, como si cada palabra se escogiera con la precisión de una estocada.

Ashbury, ajeno a esa sutileza, continuó con jovialidad.

—He de confesar que me sorprendió no verlo, Lord Valcourt, en el evento de Primrose Hill, ni tampoco en la finca Capell. Una lástima; el sol acompañó con generosidad aquellas jornadas.

El comentario cayó como un peso muerto. Eleanor notó cómo Cassiel apenas ladeaba el rostro, dejando escapar una media sonrisa cargada de intención.

—¿No aprecia una taza de té bajo el sol, entre flores, Lord Valcourt? —preguntó con voz suave, pero sus ojos brillaban con una burla apenas contenida.

Por un instante, el gesto de Demian se quebró. Su sonrisa habitual se congeló, resquebrajada como un cristal a punto de astillarse. La rigidez duró apenas un segundo, pero suficiente para que Eleanor lo notara. Se recompuso de inmediato, inclinándose con la calma de un hombre que jamás admitiría incomodidad.

—Los jardines de Primrose Hill son… sin duda, un espectáculo digno de contemplarse —respondió con voz pausada—. Aunque, confieso, no gozo tanto del sol como la mayoría. Prefiero la serenidad de la penumbra, donde el aire no resulta tan… agobiante.

Su justificación se deshizo en el aire como humo. Ashbury rio, satisfecho con aquella respuesta, pero Eleanor percibió que había algo más detrás de esa cortesía aparente. No era solo orgullo herido; había en Demian una reticencia profunda, como si la mención de la luz del día tocara un secreto que debía permanecer oculto.

Más caballeros comenzaron a unirse, agrandando el círculo. Eleanor, agobiada, se apartó discretamente, dejando atrás la voz de los caballeros, que se había vuelto monótona y densa, y se dirigió a una ventana entreabierta. La brisa nocturna le rozó el rostro, cargada del aroma húmedo de los jardines y un tenue perfume de flores marchitas. Respiró hondo, intentando calmar la inquietud que le oprimía el pecho, pero su mirada no podía evitar regresar a Demian, todavía envuelto en conversaciones triviales. Había algo distinto en él esa noche: su palidez era más marcada, sus ojos desviaban la mirada con un ligero temblor, y el frío que emanaba de sus manos al recordarle aquel leve roce al saludarla se había intensificado hasta hacerla estremecer. Cada gesto suyo parecía contener una fuerza contenida que Eleanor no alcanzaba a comprender.

—Milady…

Eleanor dio un sobresalto, cubriéndose la boca para no gritar. Se dio la vuelta y Cassiel estaba detrás, tan silencioso como un susurro.

—Perdóneme, no quise alarmarla —dijo con voz mesurada, extendiendo la mano con una copa.

Eleanor frunció el ceño, sorprendida de que la copa no contuviera vino; se había acostumbrado a rechazar cordialmente decenas de ellas para luego explicar que no bebía alcohol y evitar problemas de egos heridos.

—¿Cómo...? ¿Cómo supo que no…?

—¿Que no bebe vino? —completó Cassiel, esperando que ella asintiera—. Es evidente en su piel —respondió con voz neutra.

Sus ojos se detuvieron apenas un instante en el delicado cuello y la clavícula de Eleanor. La observación no era vulgar; había en ella una curiosidad clínica, casi artística, que la hizo sonrojarse levemente.

—¿Cómo puede saber algo así? —preguntó, entre curiosidad e incomodidad.

—Lo revela su porte y la luz de su rostro —dijo él con una serenidad que rayaba en la precisión—. Es un detalle que no suelen notar quienes solo miran por cortesía.

Eleanor tragó saliva, con el corazón latiendo más rápido de lo normal, y cambió de tema.

—¿Inglaterra ha cambiado mucho desde que se fue?

Cassiel permaneció en silencio un momento, no por necesidad de meditar o recordar, sino porque el peso del pasado se anclaba en el centro de su pecho y dolía como el mismísimo infierno. Volvió a mirarla a los ojos y suspiró levemente.

—Incluso antes de irme —respondió con un dejo de melancolía—, ya no era la misma.

Eleanor sintió un atisbo de culpa al ver su expresión. Bajó la vista, insegura, y Cassiel notó su leve tensión. Con una sonrisa ingeniosa, aligeró la atmósfera.

—Aunque debo confesar que lo tedioso de estos eventos sigue intacto. Eso, al menos, nunca cambia —dijo Cassiel.




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