La primera luz del día no trajo alivio alguno a su espíritu. Eleanor se incorporó lentamente, con los cabellos en desorden y el rostro lívido por la vigilia, como si la noche hubiese drenado todo rastro de sosiego. Había pasado las horas entre sobresaltos y pensamientos insistentes, repasando una y otra vez la escena del vestíbulo, aquella en que sus ojos, incrédulos, habían hallado únicamente el reflejo de Lord Ashbury en el cristal, mientras la figura de Demian quedaba ausente, como borrada por un designio inexplicable. La idea misma le resultaba absurda, y, sin embargo, cuanto más intentaba desterrarla, más fuerza cobraba en su memoria.
Buscó excusas, como náufraga que se aferra a un madero: quizá la posición de la lámpara, tal vez un ángulo impreciso, o el cansancio de la velada que pudo engañar su vista. Pero ninguna de esas justificaciones lograba sostenerse en pie. No había bebido, la sala estaba iluminada con claridad suficiente y, aunque su pulso se agitaba por la cercanía de aquel hombre, sus sentidos habían permanecido lúcidos. La falta de aquel reflejo era un vacío tan patente como el silencio de una campana que rehúsa sonar.
Se arropó con un chal y, con pasos indecisos, se acercó al escritorio. El diario aguardaba abierto, con páginas ya manchadas de tinta, como si la hubiesen estado llamando en su insomnio. Al rozar el papel con los dedos, un estremecimiento la recorrió; aquellas hojas parecían absorber no solo palabras, sino la sustancia misma de sus desvelos. Tomó la pluma, y la sostuvo con fuerza, temiendo que la emoción que la desbordaba se perdiera si no la fijaba de inmediato en la escritura. La tinta, oscura y dócil, se prestó a delinear lo que aún latía en su memoria como un presentimiento maldito.
«He vuelto a soñar con un salón desconocido, aunque todo en él parecía pertenecerme. Un hombre de voz grave hablaba con una severidad que me desgarraba. Me llamaba hija, y sus palabras eran sentencia. ‘Tu destino no es elegir’, dijo, y el dolor en mi pecho era tan real que desperté con lágrimas. No era mi padre, y sin embargo lo era».
Eleanor apartó la pluma un instante, respiró hondo, y siguió escribiendo.
«Después, la escena cambió. Caminaba por un jardín bajo la penumbra, siguiendo un sendero que conducía al bosque. Allí, entre los árboles, alguien aguardaba. Pronunció mi nombre con dulzura… pero no era el mío. Era otro. Y al oírlo, mi corazón se quebró como si me perteneciera desde siempre».
La tinta se deslizó con urgencia sobre la página, como si las palabras no le pertenecieran del todo.
«Sentí unas manos aferrarse a las mías, labios rozando los míos, y un calor extraño que me atravesaba como si hubiese nacido en lo más hondo de mi pecho. Al despertar, las lágrimas corrían sin razón comprensible; no lloraba por lo que es, sino por algo que me hiere sin nombre, como si mi alma recordara una ternura que nunca he vivido».
Cuando terminó, dejó caer la pluma sobre el tintero y cubrió su rostro con ambas manos. Aquellas imágenes, tan intensas, no podían ser simples quimeras. El amanecer bañaba la habitación con su pálida claridad, pero no le ofrecía sosiego. En lugar de ello, resaltaba la vulnerabilidad de su espíritu, como si un destino ajeno la reclamara desde las sombras de la memoria.
Se incorporó con lentitud, aún con la sensación de que la noche no la había soltado por completo. Cada movimiento parecía pesado, como si la gravedad misma se hubiera espesado a su alrededor. La puerta se abrió con suavidad y Marion apareció, con el paso medido que acostumbraba, portando el vestido que Eleanor debía usar esa mañana.
—Milady, sus padres la esperan en el desayuno —dijo la doncella, su voz cargada de preocupación—. No parece que haya dormido bien; ¿se siente indispuesta?
Eleanor apenas levantó la mirada, su gesto sombrío suavizado por la presencia familiar de Marion. Con manos expertas, la doncella desplegó la ropa y comenzó a ayudarla a vestirse, ajustando los pliegues y los lazos, mientras comentaba con delicadeza:
—Si quiere, puedo preparar un té fuerte, para espantar el cansancio.
Eleanor murmuró un agradecimiento, pero negó con un gesto que fuera necesario; su mente seguía atrapada en las imágenes que la habían perseguido desde el sueño. Mientras se vestía, percibió cómo la rutina de la mañana, el tacto de la tela y la calidez de la presencia de Marion, la anclaban apenas a la realidad, ofreciendo un breve respiro antes de enfrentarse a la mirada de sus padres.
Eleanor descendió por la escalera principal con paso medido, sintiendo cómo cada crujido de los peldaños resonaba en el silencio matutino. La luz del sol que entraba por los ventanales largos y estrechos del corredor dibujaba franjas pálidas sobre la alfombra, contrastando con la sombra que aún se aferraba a su ánimo. A cada paso, el murmullo del jardín exterior parecía arrastrar ecos del bosque, recordándole la sensación de abandono y misterio que la noche le había dejado.
Al llegar al comedor, sus padres levantaron la vista. Beatrice, con la preocupación apenas contenida, le dirigió una sonrisa que no alcanzaba a iluminar del todo su rostro; Henry, por su parte, frunció el ceño con un dejo de cautela y atención.
—Buenos días, Eleanor —dijo Beatrice, con voz suave—. ¿No te sientes bien? Tu semblante refleja cansancio.
Eleanor se inclinó ligeramente en señal de saludo, procurando mantener la compostura que la educación le exigía.