El jardín se había sumido en un silencio expectante, apenas interrumpido por el roce de las hojas agitadas por el viento. Eleanor, con la voz baja y un temblor apenas perceptible, otorgó su consentimiento. Julius inclinó levemente la cabeza en un gesto solemne que parecía más un juramento que una simple aceptación, y juntos atravesaron el umbral de la mansión.
Mientras avanzaban por los pasillos alfombrados, él advirtió la tensión en cada uno de sus movimientos: las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo, los hombros rígidos, el compás acelerado de la respiración. El nerviosismo de ella era palpable, pero también lo era la resolución con que se adentraba en lo desconocido.
En la biblioteca los aguardaba la penumbra acogedora de las paredes forradas en madera y el murmullo tenue de la chimenea, que ardía con un fuego casi exhausto. Julius corrió con cuidado las cortinas, dejando entrar solo un resplandor difuso, suficiente para perfilar las sombras de los estantes sin quebrar la intimidad del ambiente.
—Procure sentarse cómoda —dijo con calma, señalando el sillón más próximo al fuego—. No es necesario esfuerzo alguno. Respire… y deje que cada exhalación arrastre consigo el peso del día.
Eleanor obedeció, acomodándose con cierta rigidez. Julius, de pie frente a ella, alzó las manos con un movimiento lento, trazando círculos en el aire que descendían sobre el espacio entre ambos. Los pases eran pausados, casi ceremoniales; no era preciso que ella siguiera con los ojos cada gesto, bastaba con la cadencia de su voz, grave y serena, para sostener el vaivén invisible que se abría entre los dos.
—No piense en nada —prosiguió—. Deje que mi voz la guíe, como si fuese un cauce tranquilo. Cierre los ojos, si lo desea… y permita que el silencio complete lo que yo no diga.
La estancia quedó suspendida en un murmullo de fuego y respiraciones, como si el mundo entero aguardara al borde de ese instante.
Julius mantuvo su voz en un ritmo constante, pausado, semejante a un metrónomo que marcaba el compás del silencio. Luego, poco a poco, dejó que las palabras se extinguieran y aguardó, observando. Eleanor había cerrado los ojos con docilidad, y su respiración, antes entrecortada, se había vuelto lenta y acompasada. Las manos, que al principio reposaban tensas sobre la falda, ahora se habían aflojado, apenas rozando la tela. Sus párpados temblaban levemente, como si entre la vigilia y el sueño librara una batalla invisible.
Se inclinó un poco hacia adelante, midiendo con la precisión de un cirujano cada matiz de su estado.
—¿Puede escuchar mi voz? —preguntó con suavidad.
—Sí… —respondió ella en un murmullo distante, como si las palabras viajasen desde un paraje remoto, apenas audible en la quietud de la sala.
Julius hizo una anotación rápida en el cuaderno abierto sobre la mesa baja junto a él, registrando la respuesta con la frialdad metódica de quien traza un mapa en la penumbra.
—¿Dónde se encuentra ahora?
Hubo un breve silencio. Eleanor frunció apenas el ceño, pero sus labios se movieron con lentitud, arrastrando las sílabas como si vinieran de un lugar donde el tiempo carecía de peso.
—En la biblioteca… aunque… siento que estoy en otra parte también.
El doctor anotó de nuevo, sin apartar los ojos de su semblante. Observaba el tono bajo de la voz, la cadencia irregular, el vaivén entre la realidad inmediata y un espacio impreciso, como si caminara sobre el filo de un umbral invisible.
—¿Puede describirme lo que siente en este instante?
La respiración de Eleanor se profundizó, y sus palabras emergieron cargadas de una fragilidad extraña, casi quebradiza.
—Liviana… como si el cuerpo no pesara… pero también con frío, como si el aire no me perteneciera.
Julius bajó la mirada un momento y escribió con rapidez, consciente del valor clínico de cada detalle, pero también fascinado por el misterio que emanaba de ella. Aquella no era vigilia, ni sueño completo: era un umbral sombrío donde él podía, con cautela, guiarla hacia territorios ocultos.
—Muy bien —dijo finalmente, su voz grave, modulada, como el eco de una campana lejana—. Ahora siga mi voz… Vamos a caminar hacia un recuerdo. No hay nada que temer. Solo permita que aparezca lo primero que su mente decida mostrarle. ¿De acuerdo?
—Sí, señor Grey.
Al principio, las palabras de Eleanor parecían seguir la lógica dócil de la sugestión. Sus respuestas eran breves, tenues, obedecían a la pauta de Julius. Pero, de pronto, su voz se quebró, adoptando una cadencia extraña, como si no proviniera de su garganta, sino de un tiempo remoto. Lo que empezó como un recuerdo impreciso se transformó en la confesión de una noche jamás pronunciada.
—Corríamos sin mirar atrás… la luna estaba baja… y las lámparas se apagaban una a una… —murmuró, con un temblor ajeno a su tono habitual—. Ellos no iban a perdonármelo, incluso él… sus ojos siempre buscaron algo que yo no podía darle.
Julius alzó la vista del cuaderno. Había algo arcaico en aquellas frases, un eco ajeno a su educación, ajeno a todo lo que él conocía de ella. Su voz, cargada de angustia, relataba lo que parecía un instante de felicidad fugaz, teñido sin embargo de un dolor insoportable.