Cáliz de Sangre

Capítulo LXXIV

La mansión dormía en un silencio pesado, apenas interrumpido por el crujido ocasional de la madera que se contraía con el frío nocturno. Era pasada la medianoche y, sin embargo, Eleanor continuaba despierta. Con el camisón suelto y los pies descalzos sobre la alfombra, permanecía erguida frente a las puertas de cristal del balcón. A través de ellas se filtraba la luna, blanca y pálida, extendiendo sobre su rostro un resplandor que parecía ajeno a la calidez de la vida.

En sus brazos descansaba Lumen, su pequeño secreto de pelaje gris perla. El animal ronroneaba satisfecho, con los ojos semicerrados, como si nada perturbara la calma de la noche. Eleanor, en cambio, se sentía incapaz de hallar reposo. Su respiración era inquieta, y cada tanto ajustaba el abrazo sobre el gato, buscando un consuelo que apenas lograba rozar.

El recuerdo de la consulta con Julius le punzaba la mente. Desde que había despertado del extraño estado en el que la había sumido, no lograba apartar la sensación de vacío, como si algo se le hubiera escapado de las manos, un fragmento de sí misma que Julius no le explicó con exactitud. Pero había sido honesto: no le dijo palabras adornadas, ni le prometió falsas esperanzas. Incluso en sus ojos, que solían proyectar tanta seguridad, creyó ver dudas ocultas. Eleanor cerró los ojos por un instante, recostando la mejilla contra el lomo tibio de Lumen, y murmuró en voz baja, como si al hablarle a su confidente peludo pudiera acallar sus pensamientos:

—¿Crees que él pueda averiguar qué sucede? —dijo con suavidad.

Eleanor inspiró con lentitud, como si quisiera absorber en un solo gesto la calma que le era esquiva. Sus ojos vagaron hacia el escritorio, donde su diario la aguardaba, cerrado y silencioso, como un cómplice incómodo. Caminó hasta allí con cierta vacilación, todavía con Lumen entre los brazos, y se dejó caer en la silla. El gato, curioso, trepó de inmediato sobre el escritorio, husmeando con un ronroneo satisfecho.

El minino bostezó, se estiró con graciosa indolencia y quedó allí, dueño del lugar, observando con indiferencia cómo su ama abría el cuaderno. Eleanor deslizó los dedos sobre las páginas con cautela. Hacía semanas que escribir no le resultaba un alivio, sino un ejercicio extraño: muchas de las frases allí impresas parecían ajenas, como si alguien más hubiera guiado su mano. Al leerlas, un peso se asentaba en su pecho, una carga de emociones que no sabía reconocer como suyas.

Apenas había hojeado un par de líneas cuando Lumen, en un gesto tan propio de su especie como inoportuno, se recostó sobre el diario. Con sus patas extendidas y el cuerpo mullido ocupando todo el espacio, impidió cualquier intento de lectura o escritura. Eleanor dejó escapar una risa breve y delicada, sorprendida por la ternura del gesto. La tensión de sus hombros cedió, y por un momento el aire sombrío de la noche se deshizo en una brizna de alivio.

Lo acarició con suavidad, hundiendo los dedos en el pelaje espeso y tibio.

—Eres mi único confidente, Lumen… —susurró, como si el animal pudiera comprenderla—. A ti puedo contarte todo, incluso lo que yo misma temo escuchar.

El gato cerró los ojos, ronroneando con un ritmo sereno, y Eleanor lo estrechó contra su pecho, como si en ese pequeño corazón hallara un refugio. El ronroneo constante la envolvió poco a poco, y por un instante sintió que la inquietud retrocedía, que la soledad se disipaba. Con un brazo sostuvo a su peludo amigo y con la mano libre acercó la pluma a la hoja. El crujido del papel bajo la presión de la tinta inauguró una nueva confesión nocturna.

Al primer trazo, la tinta parecía pesar más de lo habitual, como si cada palabra que surgiera debiera cargar con la intensidad de lo que no podía decir en voz alta. Las letras comenzaron a formarse, titubeantes al principio, luego con mayor seguridad. Sus pensamientos, dispersos y turbulentos, encontraron un cauce en el papel. Lo que no podía expresar en palabras habladas, ni siquiera admitir ante sí misma, emergía ahora sin censura.

«Hoy no sé por dónde empezar… Nunca imaginé que mi vida pudiera cambiar de esta manera

Eleanor dejó la pluma sobre el papel un instante, tomó la taza de té que había junto a ella y aspiró el vapor tibio. El aroma la reconfortó, aunque no logró disipar la inquietud que la mantenía despierta a estas horas. Tomó la pluma nuevamente y sus palabras comenzaron a fluir.

«Me han educado para ser pura, decorosa, para seguir reglas que apenas comprendía y que siempre me enseñaron a aceptar sin cuestionar. Cada gesto debía ser medido, cada palabra, cuidadosa, y cada emoción… contenida. Todo en nombre de la corrección, del decoro, de la reputación de la familia. Crecí entre libros, lecciones de música, idiomas, costura y protocolos. Aprendí a sonreír aun cuando no sentía alegría, a inclinar la cabeza ante la autoridad y a callar mi curiosidad cuando no convenía.

Y ahora… de repente, todo eso parece insuficiente. Me esperan como la futura esposa perfecta, la madre ideal, la mujer capaz de sostener un hogar mientras su esposo se ocupa de asuntos que yo ni siquiera puedo imaginar. Me piden madurez, carácter, sabiduría, y al mismo tiempo preservación de la ingenuidad que aún corre por mis venas. Es demasiado… todo a la vez. Me exigen que lleve un linaje, que críe hijos, que cumpla un deber que no elegí, y temo no estar a la altura. Temor y emoción se entremezclan, porque una parte de mí siente una chispa de vida que no conocía, un misterio que hace vibrar lo monótono de mis días.




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