Catherine permanecía inmóvil al final del pasillo, su silueta apenas esbozada por la escasa claridad que se filtraba desde los ventanales, un destello pálido que parecía más lunar que terrestre. Eleanor no sabía si debía considerarla un espejismo tejido por la penumbra o una presencia demasiado tangible como para atreverse a ignorarla. El aire, súbitamente enrarecido, se había vuelto más denso, casi irrespirable, como si la misma mansión contuviera el aliento a la espera de un desenlace inevitable.
Lumen se agitó entre sus brazos. El ronroneo, que hasta hacía un instante había sido un murmullo apacible, se transformó en un gruñido bajo, áspero, que vibró en la quietud como un presagio funesto. Eleanor intentó apaciguarlo con una caricia temblorosa, pero el animal, sacudido por un instinto más antiguo que la razón humana, se retorció con brusquedad y, de un salto desesperado, se le escapó de entre los brazos.
El golpe seco de sus patas contra el suelo quebró el hechizo de la quietud. El minino corrió a toda prisa hacia la habitación y, sin vacilar, se ocultó bajo la cama, dejando tras de sí un eco invisible, una vibración de alarma que parecía flotar en el aire y adherirse a las paredes. El vacío repentino en sus brazos heló a Eleanor hasta los huesos, como si con él hubiera perdido la única defensa que la separaba de aquella figura en el corredor.
El corazón le latía con violencia, descompasado, cada golpe una punzada que se confundía con la certeza de hallarse expuesta, sola frente a lo inexplicable. Por un instante inclinó la cabeza hacia la penumbra de la habitación, tentada de refugiarse junto al gato, de cerrar la puerta y convencerse de que nada había visto. Pero sus ojos, atraídos por una fuerza magnética y dolorosa, regresaron a Catherine, que continuaba allí, erguida, la mirada extraviada en un sopor que no parecía de este mundo.
Un silencio espeso, casi material, se abatió sobre el corredor. Eleanor tragó saliva, y aquel sonido seco en su garganta se le antojó un sacrilegio contra la quietud ominosa. Con pasos inseguros, regresó a su cuarto, el corazón golpeándole con una violencia que parecía desbordar su pecho. Extendió la mano hacia la mesita de noche y tomó el candelabro. La llama, frágil y temblorosa, oscilaba como si compartiera el mismo miedo que la consumía, iluminando apenas unos palmos de oscuridad, mientras el resto del pasillo permanecía sumido en sombras expectantes.
La luz vacilante apenas lograba arrancar unos palmos de claridad a la oscuridad, dejando que el resto del pasillo permaneciera sepultado en sombras densas y expectantes. Cada rincón parecía esconder un secreto, cada respiro de la mansión confundirse con un murmullo lejano que se deshacía antes de alcanzar sentido.
Eleanor reunió fuerzas y volvió la mirada hacia el corredor. Catherine ya no estaba inmóvil. Se había echado a andar, y sus pasos parecían flotar en el aire, despojados de peso, desprovistos de ruido. No hubo crujido de madera ni roce de tela: solo un avance etéreo, como si su cuerpo desafiara las leyes de lo tangible, como si perteneciera a un reino que se burlaba de lo terrenal. La siguió, y cada crujido bajo sus propios pies se alzó como un grito contenido que desgarraba el silencio, un eco que parecía delatarla a la mansión misma. Todo en torno a ella reposaba en calma, pero no era la calma del descanso: era la calma de un espectador que observa, que espera.
El peso de la noche se volvió sofocante; el aire mismo se sentía denso, cargado de presencias invisibles. Varias veces giró la cabeza, segura de que alguien la acechaba. Más detrás de ella no había más que sombras inmóviles, vigilantes, como si aguardaran el momento de cerrarse sobre ella.
Cuando alcanzó la escalera principal, se detuvo. El candelabro temblaba en su mano, proyectando destellos inciertos que reptaban por los muros como presencias fugitivas. Abajo, en el salón que se extendía desde el vestíbulo hasta el comedor y el salón de baile, Catherine permanecía inmóvil frente a la galería de retratos familiares. Sus ojos recorrían los rostros pintados uno por uno, con una intensidad que rozaba lo obsesivo, como si buscara a alguien que ya no estaba allí… o que nunca lo había estado.
Eleanor la contempló desde lo alto, aferrada al candelabro, incapaz de apartar los ojos de esa figura que parecía pertenecer más a un sueño inquietante que a la vigilia. Catherine no se movía; contemplaba los cuadros como si aguardara que alguno de ellos respondiera a su mirada o cobrara vida en la penumbra. La tensión se volvió insoportable. Eleanor, casi en contra de su propio instinto, descendió los escalones procurando no hacer ruido, temiendo interrumpir un rito secreto.
Al llegar al final, contuvo el aliento y, con la voz apenas un murmullo, se atrevió a preguntar:
—¿Qué está buscando?
El silencio que siguió fue aún más perturbador que la pregunta. Catherine permaneció inmóvil, como si no hubiera escuchado o como si, deliberadamente, quisiera prolongar el tormento del instante. Finalmente, apartó los ojos de los retratos y los alzó hacia Eleanor. El movimiento fue tan lento, tan calculado, que resultaba antinatural. Sus labios se entreabrieron, y en un tono imposible de definir —mezcla de tristeza, ira y resignación—.
—Ya no está… —murmuró.
Las palabras se suspendieron en el aire como un presagio, helando el pecho de Eleanor. No supo si aquella ausencia nombrada pertenecía al pasado, al presente, o a algo que jamás debió existir.
Catherine se apartó de los retratos sin añadir palabra alguna, avanzando con aquel andar etéreo que parecía deslizarla sobre el suelo, obligando a Eleanor a seguirla como si un hilo invisible sujetara su voluntad. Había en sus movimientos una ambigüedad perturbadora: demasiado incorpóreos para pertenecer al mundo tangible, demasiado precisos para ser fruto de un sueño.