La tarde de agosto caía con un calor denso; aun así, el pequeño salón destinado a la reunión conservaba cierta frescura por los altos ventanales abiertos. La luz, ya baja, se filtraba a través de las cortinas de muselina y bañaba la estancia en un resplandor dorado. El papel pintado de la pared, con motivos florales, parecía respirar con la tibieza del día; los jarrones de cristal sobre las mesas exhibían ramilletes de rosas algo marchitas cuyo perfume se mezclaba con el vapor del té. De las tazas ascendían espirales aromáticas que suavizaban los contornos, y el tintinear de las cucharillas marcaba un ritmo acompasado: susurros de cortesía, risas contenidas, abanicos que se abrían.
En ese ballet de normas y gestos calculados, Eleanor destacaba —no por brillo, sino por su ausencia—. Sus ojos, usualmente vivos, mostraban ahora una palidez cansada; sus manos sostenían la taza con una fragilidad que no correspondía a su porte. Sujetaba la porcelana como si olvidara su peso; el calor apenas la rozaba. Su rostro, sereno en la superficie, delataba una desazón soterrada: estaba presente, sí, pero su espíritu parecía estar en otro lugar.
Charles Everleigh la observó desde cerca. Al principio obedeció al protocolo: inclinó la cabeza con compostura, esbozó una media sonrisa mesurada y pronunció las convenciones de siempre. Pronto, sin embargo, notó que ella no estaba del todo, las réplicas llegaban lentas, como ecos distantes. Decidió jugar una pequeña prueba, una broma para romper la monotonía y medir su atención.
—¿Ha reparado en el sombrero de Lady Crawford? —dijo con fingida gravedad—. Diríase que lo pintaron con plumas de espantapájaros.
—Sí, muy hermoso —respondió sin mirar, como si no hubiera escuchado la pregunta por completo.
Charles comprendió que aquello no era un simple desvío momentáneo, su distracción era profunda. Al ver que Eleanor apenas tocaba el té, buscó un pretexto para alejarla de la concurrencia. Con una cortesía improvisada, sugirió que el aire del salón estaba demasiado cargado y que quizá en la galería contigua hallaría un respiro. Ella no opuso resistencia: se dejó guiar con docilidad, como si no reparara en los murmullos que quedaban a sus espaldas. El corredor, refrescada por corrientes que se colaban desde un ventanuco abierto, los envolvió con un silencio amable, apenas interrumpido por el lejano chasquido de las cucharillas en porcelana.
Charles sostuvo la puerta con gesto cortés y, una vez a solas, no tardó en hablar:
—Temo importunarla, Lady Eleanor, pero… ¿se siente indispuesta? —Su voz, privada de espectadores, se cargó de una preocupación genuina—. La vi alterada en otra ocasión, y me temo que hoy vuelve a ocurrir. ¿Quiere que llame a un médico?
Ella apartó la mirada. Titubeó, jugueteando con el borde de su guante como si la textura del encaje pudiera distraerla de la pregunta. Su primera respuesta fue evasiva, un murmullo sobre el calor sofocante de agosto, nada más. Pero, de pronto, con un giro inesperado, lo interrogó:
—Lord Everleigh… ¿conoce usted bien la historia de su familia?
El cambio de tema lo desconcertó, aunque supo recomponerse.
—He hojeado algunos registros —admitió, en un tono más bajo, casi confidencial—. Y, créame, hay detalles que no encajan. Fechas que no corresponden, silencios demasiado largos entre generaciones. Mis padres prefieren no hablar de ello, como si el pasado estuviese hecho para quedar sepultado.
Eleanor levantó al fin los ojos. La frialdad de antes cedió en un destello de frágil confianza.
—A veces escucho cosas, comentarios entre mis padres, nombres apenas susurrados… pero nunca respuestas claras. Le ruego… guarde esto en secreto —dijo con gravedad.
El aire en la galería pareció volverse más denso. Charles inclinó la cabeza, solemne, como si sellara un pacto.
—Puede confiar en mí —respondió—. Nadie sabrá lo que me ha contado.
Era un gesto simple, casi íntimo, pero para Eleanor supuso una rendija en la muralla que solía alzar entre ella y el mundo. Y para Charles, un lazo inesperado, nacido no del protocolo ni de la conveniencia, sino de un secreto compartido.
El sol, fatigado, se deslizaba tras los tejados cuando la tertulia llegó a su fin. El carruaje de los Whitemore rodó de regreso a la mansión con la lentitud de un suspiro, y al atravesar los portones ya el cielo se teñía de un violeta profundo. La cena se sirvió con la calma habitual: vajilla reluciente, copas discretas. Veía moverse los labios de su padre y de su madre, pero las palabras llegaban a ella como si atravesaran un vidrio empañado. Eleanor apenas probó bocado; cada sonido de cubiertos sobre porcelana le parecía distante, como si no perteneciera del todo a aquella mesa.
La casa, poco a poco, fue entregándose al sopor nocturno. Los criados recogían la vajilla, los pasos amortiguados resonaban en los corredores, y las sombras de los candelabros se estiraban contra los muros como espectros obedientes. El aire se impregnaba de cera derretida y madera antigua, anunciando el descanso de todos menos el suyo. Eleanor aguardó pacientemente, inmóvil en su habitación, hasta asegurarse de que el trajín de los criados había cesado. Solo cuando el silencio se volvió compacto abrió la puerta, y con un candelabro en la mano descendió los escalones y atravesó los pasillos en penumbra. El eco de sus propios pasos la acompañaba, pero a veces le parecía que no era un reflejo, sino una respuesta tenue de la casa misma.