El sol de mediodía caía sobre los jardines de Elmsleigh Manor, dorando los senderos de grava y las amplias praderas con una luz apacible que parecía adormecerlo todo. Eleanor se hallaba sentada en una banca de piedra, con el diario abierto sobre las rodillas. Sus dedos, delgados y pálidos, rozaban las páginas con un gesto distraído, mientras la brisa jugueteaba con los mechones sueltos de su cabello, arrastrándolos hasta velarle los ojos. A lo lejos, más allá del trazado geométrico de los setos y del orden perfecto de los parterres, se alzaba el mausoleo familiar: sobrio, silencioso, coronado por la sombra de los cipreses. Había en él una quietud antigua, de esas que solo la eternidad concede a los muertos.
El sonido de pasos mesurados sobre la grava interrumpió el murmullo del viento. Eleanor alzó la vista con parsimonia. Julius se aproximaba por el sendero, con el porte propio de quien no desconoce el peso del silencio. Llevaba el sombrero en la mano, la chaqueta ajustada y la mirada fija, serena, cargada de esa atención prudente que jamás se tornaba invasiva. Al llegar hasta ella, hizo una leve inclinación de cabeza.
—Buenos días, Lady Eleanor —saludó con tono contenido—. ¿Cómo se ha sentido desde nuestra última consulta?
—Oh… he estado… ocupada, supongo —respondió ella con voz baja, como si las palabras le costaran un esfuerzo. Sus ojos, en lugar de detenerse en él, se desviaron hacia el mausoleo.
Julius no insistió. Observó. En la profesión que ejercía, había aprendido que el silencio decía más que cualquier confesión. La luz del mediodía delineaba el contorno de su rostro: había una sombra bajo los ojos, una languidez en el cuello, un temblor casi imperceptible en las manos apoyadas sobre el diario. Su porte conservaba la elegancia, pero algo en ella se había quebrado, algo que no se curaba con descanso ni medicinas.
Sacó su libreta y la pluma con la calma de un ritual, y comenzó a escribir en silencio.
«Demasiado cansada. Su mirada se pierde en otra parte —anotó—. Como si su pensamiento viajara más allá de este jardín, hacia un lugar donde yo no puedo seguirla. La línea de la mandíbula, tensa. Hombros levemente encorvados. Hay un peso invisible, una idea fija que oprime el alma.»
Se inclinó levemente, como quien examina un cuadro antiguo en busca de significados ocultos, y estudió cada gesto con precisión casi científica: el ritmo de la respiración, la tensión que se acumulaba en los hombros, la manera en que el pulso alteraba apenas el roce de sus dedos sobre el papel. Cada vacilación en la respuesta, cada silencio prolongado, se convertía en una pista. Era un patrón que él conocía bien: la mente que busca refugio en el pensamiento mientras el cuerpo, dócil, intenta sostener la apariencia de calma.
Volvió a bajar la mirada y escribió unas líneas en la libreta con su caligrafía angulosa y pulcra.
«Responde con vaguedad, pero no hay incoherencia. Sin embargo, la fatiga, la rigidez en los dedos, la leve dilatación de pupilas al tocar el diario… algo la inquieta. Algo que intenta mantener bajo control.»
—¿Ha tenido algún sueño perturbador desde nuestra última sesión? —preguntó al fin, eligiendo el tono con cuidado, procurando no quebrar la concentración de Eleanor ni traspasar la delgada frontera entre la confidencia y el decoro.
Esperó unos segundos más de lo habitual. El silencio que siguió no fue incómodo, sino expectante, lleno de un peso invisible. Julius siguió observando: el parpadeo, la respiración que se detenía por un instante, la desviación apenas perceptible de la mirada hacia el mausoleo. En aquellos gestos minúsculos creía descifrar verdades que las palabras no se atrevían a pronunciar. Finalmente, y con una voz más baja, modulada por la cautela, dijo:
—¿Y «ella…»? —hizo una pausa, dejando que el aire llenara el espacio entre ambos—. ¿Ha vuelto a presentarse?
La pregunta no sonó inquisitiva, sino prudente, casi compasiva, como si rozara un territorio sagrado. Eleanor, que hasta entonces mantenía la mirada fija en el mausoleo familiar, giró lentamente el rostro hacia él. Sus ojos se encontraron con los suyos, y el tiempo pareció suspenderse. La observó sin palabra alguna, y esa mirada —demasiado sostenida para ser casual, demasiado franca para ser socialmente aceptable— creó entre ambos un instante de silencio absoluto, tan denso que ni el viento se atrevió a interponerse.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino denso; un intervalo cargado de significados que ninguno de los dos se apresuró a disipar. Eleanor parecía debatirse entre el impulso de callar y la necesidad de confiar, consciente de que aquel hombre —por singular que fuese— se había convertido, poco a poco, en el depositario de un secreto demasiado pesado para sostener en soledad.
En su mirada había algo más que una respuesta contenida: era confianza, sí, pero también un cansancio profundo, un agotamiento del espíritu que trascendía lo médico y lo cotidiano. Julius, inmóvil, sostuvo aquel intercambio con la calma de quien entiende que ciertos silencios son más reveladores que cualquier confesión. Esperó, sin forzar palabra, como si cada segundo de quietud formara parte de un método invisible destinado a que ella misma decidiera hasta dónde abrir la puerta.
Finalmente, Eleanor bajó la vista. El silencio parecía haberse tornado demasiado espeso, demasiado íntimo para sostenerlo por más tiempo. Con un leve movimiento cerró el diario sobre sus rodillas, y tras un suspiro apenas contenido, murmuró: