Cáliz de Sangre

Capítulo LXXVIII

El bosque todavía respiraba el eco de la noche. La bruma se enroscaba entre los árboles como un animal somnoliento, y el aire retenía el perfume terroso de los caballos y de la tierra húmeda. Demian avanzaba con paso lento, la capa rozando el follaje. En su pecho aún vibraba el temblor que no era del frío, sino de algo más hondo: el rastro del beso de Eleanor, la dulzura imprevista de una emoción que no lo visitaba desde hacía más tiempo del que se atrevía a recordar. Le perturbaba su propia respuesta, la intensidad con la que su cuerpo había reaccionado. Por un instante, en sus labios aún ardía el recuerdo de los suyos, y el aire le sabía distinto, más vivo, más peligroso.

Una silueta se desprendió de la espesura, como si la noche misma se hubiese condensado en figura humana. Cassiel. De pie entre los árboles, la mirada de aquel hombre era un filo bajo la luz pálida del cielo, una quietud que sólo escondía desprecio.

—Qué curioso verte aquí —dijo con una media sonrisa, cargada de ese tono mordaz que nunca había abandonado—. Creí que habías jurado mantenerte lejos de los asuntos que no te pertenecen.

Demian lo observó, sin sorpresa. El viento movía las hojas, trayendo consigo un silencio pesado.

—No sabía que el bosque te pertenecía —replicó con calma, pero su voz tenía la densidad del acero—. Aunque, claro, tú siempre fuiste buen guardián de lo que ya estaba perdido.

Cassiel entrecerró los ojos, y el gesto apenas contenía la ira.

—Algunos hombres nunca aprenden a dejar en paz lo que no pueden conservar —dijo, acercándose un paso, el tono cargado de veneno—. Ni a distinguir cuándo una promesa… debería haberse roto antes de arrastrar a otros con ella.

Demian dio una breve risa, seca, sin alegría.

—Hablas de promesas como si alguna vez hubieras sabido cumplir una. No todas las heridas vienen de la traición, Cassiel. Algunas nacen del orgullo.

—¿Y otras del deseo, quizá? —Cassiel ladeó el rostro, el brillo en sus ojos casi febril—. Siempre tuviste el don de confundir lo que tocas con lo que te pertenece. Y cuando el encanto se rompe… solo dejas ruinas.

Demian lo sostuvo con la mirada, inmóvil. Durante un instante, creyó ver en sus ojos el eco del hombre que alguna vez compartió su destino —no por afecto, sino por la misma pérdida. El recuerdo cruzó fugazmente su mente como una sombra, y enseguida el gesto volvió a endurecerse, frío, impenetrable.

—¿Y tú qué dejas? —preguntó en voz baja—. ¿Flores sobre tumbas, o reproches sobre los muertos?

El silencio cayó entre ambos. Cassiel pareció tensarse; el aire vibró, como si el bosque contuviera el aliento.

—Siempre fuiste hábil con las palabras —murmuró finalmente—. Pero no todas las noches estarán de tu lado. Tarde o temprano, el pasado reclamará lo que se le debe.

Demian no respondió. Solo se apartó un paso, dejando que el viento le barriera el rostro.

—Entonces que venga —dijo, sin mirar atrás—. He pagado de sobra por los pecados que no compartimos.

Cassiel no intentó detenerlo. Permaneció en la penumbra, con la mirada clavada en su espalda hasta que la figura de Demian se perdió entre los árboles. El bosque volvió a ser un susurro, pero el aire quedó impregnado del rencor de ambos, como una herida abierta que el tiempo jamás logró cicatrizar.

Demian no miró atrás. Alzó la vista hacia el horizonte, donde el perfil de su castillo se recortaba contra la niebla. Sabía que la calma que había sentido con Eleanor no podía durar; el pasado acababa de recordarle que, incluso entre los vivos, las sombras nunca lo abandonaban del todo.

* * *

El amanecer se filtraba entre las cortinas, tibio y dorado, atravesando el polvo suspendido que flotaba como un velo de seda sobre la habitación. Eleanor se movió apenas, con la respiración aún lenta, y un rayo de luz le acarició el rostro, obligándola a entreabrir los ojos. Durante un instante no supo si seguía soñando. La claridad le pareció irreal, demasiado pura, como si aún perteneciera a la noche anterior.

El recuerdo volvió con suavidad, como si el aire mismo lo trajera consigo. El roce del viento en el bosque, el galope de los caballos sobre la hierba húmeda, el olor de la tierra y del cuero mezclados con la voz baja de Demian, esa voz que parecía pronunciar su nombre con una reverencia silenciosa. Y luego… el beso. Breve, temeroso al principio, pero suficiente para dejarle el alma temblando. Su piel todavía conservaba el calor de sus manos. Sentía el pulso de aquel instante en las muñecas, en la garganta, en el pecho. Todo era una especie de eco contenido, una melodía apenas perceptible que le impedía pensar con claridad. Le parecía imposible que el mundo siguiera igual después de algo tan simple, tan pequeño, y a la vez tan devastador.

El sonido de pasos en el pasillo la devolvió a la realidad. La puerta se abrió con suavidad, y la voz conocida de su madre irrumpió en la habitación.

—Eleanor, querida, ¿aún en la cama? El sol ya está alto —dijo Beatrice, con esa mezcla de ternura y formalidad que usaba siempre en las mañanas.

Eleanor se incorporó lentamente, recogiendo el cabello que caía sobre sus hombros.

—He dormido poco —murmuró, evitando el espejo como si en él pudiera descubrirse algo que aún no comprendía.




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