La tarde caía con suavidad sobre los ventanales del salón, tiñendo de ámbar los retratos y los reflejos temblorosos de las copas de cristal. El murmullo de la tertulia se deslizaba entre risas, conversaciones y el tintinear de la porcelana; todo ocurría con un equilibrio tan pulcro como ensayado. Charles Everleigh, apoyado en el respaldo de una silla, sostenía su copa sin probarla. Su sonrisa era medida, correcta, tan impecable como la levita recién cepillada que llevaba puesta. Pero tras aquella máscara de seguridad habitual, su mente vagaba lejos de los comentarios triviales sobre política o caballos de raza.
Desde hacía días no lograba apartar de su pensamiento la imagen de Eleanor. La recordaba pálida, frágil, con la mirada perdida en un horizonte que él no alcanzaba a ver. Había querido acercarse, decir algo que la aliviara, pero las circunstancias —y quizá el temor a lo impropio— lo detuvieron. Desde entonces, esa distancia lo atormentaba de un modo que apenas se atrevía a reconocer.
—Endereza los hombros —ordenó una voz firme.
Charles alzó la vista. Su padre, Nicholas, lo observaba desde el otro extremo del salón, con el ceño fruncido y la copa inmóvil entre los dedos. No hizo falta más que ese gesto: un leve arqueo de cejas bastó para que Charles se enderezara de inmediato, devolviendo a su rostro la compostura acostumbrada. Nicholas asintió apenas, satisfecho, y volvió a unirse al grupo de caballeros que lo rodeaban.
Charles contuvo un suspiro. Siempre la misma disciplina inflexible, la mirada que corregía incluso la duda más leve. Había crecido bajo ese peso, y, sin embargo, en ese instante, no era el juicio de su padre lo que lo hería, sino el recuerdo de una mujer que lo miraba cada vez menos.
Su mirada vagó por el salón hasta detenerse en ella. Eleanor conversaba con otra dama de su edad, de pie junto al piano. La luz del atardecer caía sobre su cabello, y por un instante, el rubor volvió a las mejillas de Charles. Su postura cambió sin que lo advirtiera: el cuerpo se irguió, la expresión se suavizó y algo cálido —casi adolescente— se encendió en su pecho. Eleanor reía suavemente por algo que la otra joven dijo, y en esa risa había un brillo que Charles no recordaba haber visto en semanas.
Parecía estar bien. No solo hermosa, sino viva, radiante. Y él se sintió privilegiado de presenciarlo. Por un momento, el mundo pareció reducirse a ese fragmento: su perfil, la forma en que sostenía el abanico, el leve movimiento de su cabeza al escuchar. Pensó, casi con culpa, que nada de lo que se decía en aquel salón —ni los negocios, ni las estrategias políticas, ni los compromisos sociales— tenía importancia alguna comparado con verla así.
Dudó.
El hombre seguro de sí mismo, el que siempre sabía qué decir, titubeó. Se vio reflejado de reojo en el espejo dorado del salón: el cabello perfectamente peinado, el nudo de la corbata en su sitio, el broche familiar reluciendo. Sin embargo, algo en su semblante le pareció extraño, vulnerable. Se pasó una mano por el cabello, enderezó una solapa que ya estaba impecable y, aun así, el gesto no lo tranquilizó.
Cuando Eleanor giró la cabeza, sus miradas se encontraron. Fueron apenas unos segundos, pero el pulso de Charles se aceleró con violencia. Ella inclinó apenas el rostro, un saludo breve, cortés. Él, con el corazón latiéndole en la garganta, correspondió con una leve inclinación, como si todo el protocolo de la corte dependiera de esa discreta reverencia.
Entonces respiró hondo, y con paso lento pero decidido, comenzó a caminar hacia ella. La dama que acompañaba a Eleanor, al verlo aproximarse, se excusó con amabilidad para conversar con otras personas cercanas. Y así, cuando Charles llegó a su lado, solo quedaron ellos dos, frente a frente, entre el murmullo elegante del salón.
Él se detuvo a una distancia prudente, e hizo una leve inclinación de cabeza.
—Lord Everleigh —lo saludó Eleanor con amabilidad.
—Lady Whitemore. —Su voz fue suave, medida, aunque un dejo de nerviosismo vibraba bajo la calma.
Un silencio amable se instaló entre ambos, sostenido por el murmullo del salón. Cerca, un grupo de damas comentaba sobre modas parisinas; al fondo, alguien afinaba el piano, y aquella nota prolongada pareció tensar aún más el aire entre ellos. Charles buscó alguna frase trivial para mantener la conversación, pero las palabras parecían pesarle.
—¿Asistió a la última carrera en Hyde Park? —preguntó al fin.
—No, no tuve ocasión —respondió Eleanor—. Aunque supe que fue bastante reñida.
—Así es. Lord Wexford apostó con su entusiasmo habitual. —Charles sonrió, intentando aligerar el tono, pero ella no pareció compartir la broma.
Probó entonces con otro tema, mencionó una competencia de tiro. Eleanor respondió con frases medidas, educadas, sin una sola palabra fuera de lugar. Todo correcto, todo perfecto… y, sin embargo, tan distante.
Él la observó en silencio. Su semblante se veía más sereno; la palidez de días atrás había cedido, y sus ojos —esos ojos— parecían haber recuperado un brillo que lo conmovía. Se inclinó apenas hacia ella, cuidando que nadie los oyera.
—La noto mejor que la última vez —murmuró en voz baja, casi como una confesión—. Me preocupaba su semblante.
Eleanor sostuvo su mirada un instante antes de responder.