El fuego apenas alumbraba el escritorio. Julius había cerrado todas las cortinas para no distraerse con el resplandor del exterior. El galeno permanecía inclinado sobre el escritorio, las manos manchadas de hollín y tinta, los ojos cansados de escudriñar la caligrafía antigua que se desvanecía bajo la lámpara de aceite. El libro de cuentas del mayordomo estaba abierto frente a él como un cuerpo diseccionado; sus páginas respiraban humedad, polvo, un aroma agrio de pergamino viejo y cera derretida.
Llevaba horas examinando aquellas columnas de cifras y nombres, repitiendo en voz baja los mismos apellidos, tratando de hallar un patrón que los justificara. pagos domésticos, compras, nombres de criados, gastos del jardín. Y entre ellos, la línea que lo mantenía despierto desde la noche anterior:
«Al Dr. T. Lewis — servicio prestado en alta noche a la joven de la casa.»
Eso era todo. Ninguna descripción del tratamiento, ninguna fecha visible. Solo un trazo pálido al margen, como si el tiempo hubiera decidido borrar la evidencia que más necesitaba.
Julius giró la lámpara y la acercó al papel. La tinta, ennegrecida por los siglos, apenas reflejaba la luz. Entonces, con una mezcla de paciencia reverencial, Julius se sirvió de una vieja técnica de archivo: expuso la hoja al calor del fuego y luego la sostuvo sobre una jarra de agua hirviendo, permitiendo que el vapor avivara los trazos ocultos. Primero nada; luego, un matiz rojizo comenzó a delinear números casi imperceptibles. Julius contuvo el aliento, inclinándose un poco más. Los números aparecieron, uno tras otro, hasta formar una fecha completa; mil quinientos cuarenta y tres.
Julius tomó nota de la fecha en su cuaderno personal, con la precisión de quien registra un síntoma. Pasó el pulgar sobre la superficie de la hoja, con un cuidado quirúrgico, temeroso de que la tinta se deshiciera entre sus dedos.
—Mil quinientos cuarenta y tres… —susurró, probando el peso de las cifras en la lengua, como si tuvieran sabor.
Se reclinó en la silla. La lámpara titilaba y arrojaba sombras sobre los libros apilados alrededor del escritorio, los frascos de vidrio, las pinzas, el instrumental que brillaba como si aguardara una disección. En su mente, el año resonaba como un diagnóstico: mil quinientos cuarenta y tres, el año del cuerpo y la sangre. El mismo año en que Vesalio había publicado su tratado sobre la anatomía humana, desafiando siglos de superstición. Julius conocía bien aquel volumen; lo tenía en su biblioteca, una edición tardía, encuadernada en cuero oscuro, con ilustraciones que parecían más apropiadas para un altar que para un manual médico.
Se levantó y cruzó la estancia. Sus dedos recorrieron los lomos de los libros hasta dar con el título en latín: «De Humani Corporis Fabrica Libri Septem». Lo abrió sobre la mesa auxiliar, entre frascos de éter y papeles dispersos. La imagen de un cuerpo abierto, sostenido por esqueletos en pose de doctos, lo observó desde la página. Julius sintió una extraña comunión con aquel dibujo: la ciencia como rito, el cuerpo como confesión.
—Qué clase de tratamiento pudo haber sido… —murmuró, más para sí que para nadie.
Volvió al escritorio, revisó la línea una y otra vez. Pago efectuado el diecisiete de octubre de mil quinientos cuarenta y tres. Ningún detalle más. Sin causa, sin diagnóstico, sin descripción del padecimiento. Nada. Solo ese pago, esa conexión mínima, casi espectral. Pero en la mente de Julius comenzó a formarse una imagen: una mujer pálida, recluida, con los ojos hundidos por la fiebre y los labios resecos por la purga. El eco de una enfermedad sin nombre, una dolencia del alma que los médicos de la época habrían llamado melancholia, furor uterinus, delirium hystericum.
Se apoyó contra el respaldo de la silla, observando el libro como si fuera un paciente. El nombre Lewis seguía allí, visible, obstinado. Era un apellido demasiado común para rastrearlo con facilidad, y, sin embargo, no podía ignorarlo. Si realmente había existido un doctor con ese nombre en mil quinientos cuarenta y tres, debía haber ejercido en algún hospital o bajo el amparo de alguna institución.
Julius tomó su cuaderno y empezó a anotar posibles lugares donde buscar. Enumeró hospitales antiguos, instituciones médicas, fundaciones caritativas. Cada nombre era una pista, un punto en el mapa de su obsesión.
El sonido del reloj de pie marcó la medianoche. Julius se detuvo. Cerró el libro con un movimiento seco y observó el fuego consumir lentamente el aire. Mientras la llama lamía los bordes de la hoja expuesta, el humo formó una voluta que ascendió como una oración invertida. Julius la siguió con la mirada, absorto, y murmuró con una voz apenas audible.
—No hay tratamiento que no deje cicatriz… aunque sea en la historia.
* * *
El carruaje avanzaba entre el humo y el bullicio de Londres, con las ruedas dejando un rastro húmedo sobre los adoquines. Julius observaba por la ventanilla el desfile de faroles, mendigos y médicos apurados, cada cual con su propio infierno a cuestas. Llevaba en el bolsillo el papel con el nombre Dr. Lewis y aquella fecha ya indeleble en su mente. No tenía aún la certeza de qué estaba buscando, pero sabía que debía encontrarlo.
El primer destino fue el St. Bartholomew’s Hospital, el más antiguo de la ciudad. Los muros olían a humedad y a siglos, los monjes enfermeros caminaban con la gravedad de quien ha visto morir a demasiados. Julius pidió acceso a los archivos, donde un escribiente le señaló, con aire resignado, una pila de legajos cubiertos de polvo. El médico retiró el polvo con un soplido, leyendo nombres borrados, fechas inciertas, diagnósticos de viruela, fiebre pútrida, apoplejías. Ningún T. Lewis. Solo papeles amarillentos que parecían disolverse bajo su tacto.