Cáliz de Sangre

Capítulo LXXXI

La brisa de agosto aún traía consigo el aroma tenue de las flores del jardín al cruzar la puerta de la residencia Devonshiren en el corazón de Mayfair. El carruaje de los Whitemore crujió sobre el empedrado, y Eleanor, al descender, sintió el golpe cálido del aire nocturno mezclado con la frescura que despedía el atardecer. Llevaba un vestido de seda marfil, con encajes pálidos en los puños, y su abanico apenas temblaba al recibirla. A su lado, Beatrice ya conversaba con señoras conocidas, risas suaves elevándose como música detrás de los muros.

El salón donde tendría lugar la exposición estaba iluminado por numerosos candelabros, envolviendo la estancia en destellos de plata y luz ámbar. Al frente, una serie de retratos florentinos habían sido colocados con sumo cuidado: entre ellos destacaba uno de una dama joven, obra italiana atribuida a la escuela florentina de mediados del siglo XVI, con el vestido oscuro, los encajes finos alrededor del cuello, la pose digna de quien domina su propia imagen. Era justamente ese retrato que varios invitados señalaban con admiración, murmullos sobre la técnica, la piel, el brillo de los ojos, la intensidad del gesto.

Por los corredores laterales se levantaban pedestales modestos: esculturas de mármol y bronce —una estatua clásica con drapeados antiguos, rostros suaves tallados con mano experta— ofrecían contraste con los cuadros. Servidores pasaban con bandejas de canapés: trocitos de queso curado, bolas de melón envueltas en jamón y dulces pequeños, mientras copas de champán centelleaban en las manos de quienes conversaban sobre arte, política y sociedad. Música de cámara fluía desde una esquina: un cuarteto de cuerdas, violín, viola, cello, tocaba piezas suaves, casi introspectivas; el violín le recordaba a Eleanor una melodía que Demian le había mencionado alguna vez.

La familia Whitemore estaba admirando la magnífica velada y poco a poco se fueron dispersando: Lord Henry conversaba con caballeros; Lady Beatrice saludaba damas aristocráticas; Eleanor, algo retraída, permitió que su vista se perdiera en detalles: los bordes dorados de los marcos, el mármol pulido del pedestal de la escultura, el juego de luces y sombras en los pliegues de los vestidos de las damas. Era curioso: en los últimos eventos, Demian Valcourt estaba asistiendo con más frecuencia. No era que raramente se mostrara —como decían algunos— sino que ahora lo hacían notar porque su presencia era visible, deliberada, como si ahora tuviera motivos reales para presentarse ante la sociedad londinense.

Eleanor lo divisó poco después, entre un grupo de invitados, de pie no lejos del retrato florentino. Vestía colores oscuros, corbata perfectamente atada, chaqueta impecable; su postura elegante como de estatua viviente. Su presencia allí era causa de miradas —unos susurros sobre su adquisición artística, otros sobre su forma de contemplar el arte con una concentración extraña—. Eleanor sintió que el ambiente se tensaba levemente a su alrededor cuando Demian movió la cabeza, como si al girar algo en él hubiera cambiado: el brillo de sus ojos parecía intensificarse, la sombra sobre una mejilla al contacto de la luz parecía más profunda, más intensa.

Tratando de calmar ese latido que le recorría el pecho, Eleanor aceptó una copa de champán de mano de un servidor. El cáliz frío templó sus dedos, pero no apaciguó su mente. Un susurro de conversación cercana sobre la técnica del retrato florentino llamó su atención:

—Dicen que esa dama del cuadro fue pintada con óleo mezclado con polvo de lapislázuli… —comentó una voz femenina.

—…y que el artista fue formado en Florencia, pero trasladado luego a pequeños talleres ingleses —respondió otra.

El murmullo de las voces, los acordes de un cuarteto de cuerdas y el roce de las copas componían el aire mismo de la velada. Eleanor se desplazaba entre los invitados con la serenidad que su madre le había enseñado desde niña, aunque su mirada buscaba con disimulo un solo rostro entre tantos. Se detuvo frente a una escultura que representaba a Apolo sosteniendo a Dafne, esculpida en mármol pálido y atravesada por la luz dorada de las lámparas. Observó el detalle de las manos, la delicadeza del gesto, y por un instante creyó ver en aquel mármol la misma tensión que latía en su pecho. Entonces sintió una presencia a su lado; no necesitó mirar para saber quién era.

—No pensé que vendría —dijo Demian con voz baja, casi un murmullo que parecía vibrar más en su mente que en el aire.

—Lady Devonshiren ha invitado a toda mi familia —respondió ella, sonriendo con una contención que apenas disimulaba la emoción—. Rehusar habría sido una descortesía.

—Entonces debo agradecerle a la cortesía —replicó él—, porque esta noche sería insoportablemente larga sin usted.

Eleanor alzó la vista. La distancia entre ambos era decorosa, pero el silencio que se instaló tenía una intimidad que ningún espectador habría comprendido. Desde su encuentro en el bosque, no había dejado de pensar en él; su recuerdo se había infiltrado en sus sueños y en sus pensamientos más sobrios, hasta confundirlos. Ahora, tenerlo tan cerca volvía a encender esa llama que el deber le exigía apagar.

—He oído que algunas de estas piezas provienen de Florencia —dijo, intentando recomponerse.

—Sí —respondió él—. Reconozco el estilo. Esa línea, ese movimiento… son casi demasiado humanos.

Ella notó cómo su mirada se posaba en la escultura, pero la forma en que lo decía la hizo ruborizar. Había algo en la voz de Demian, en esa calma melódica, que parecía arrastrar todas las palabras hacia un terreno peligroso. Los invitados conversaban, las risas se mezclaban con la música, pero el mundo parecía reducirse al espacio que los separaba. Demian se acercó levemente hacia ella, lo suficiente para que su voz se volviera un susurro.




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