Cáliz de Sangre

Capítulo LXXXII

El carruaje se detuvo frente a la severa mole del Royal College of Physicians, en Pall Mall East. Julius descendió con una calma medida, ajustándose el guante derecho antes de alzar la mirada hacia el edificio, como si el tiempo se hubiera suspendido para erigirle un pedestal: piedra de un gris profundo, pilastras que mordían el cielo y hornacinas donde los bustos de médicos antiguos —Sydenham, Harvey, Boerhaave y Paracelso— lo observaban con la severidad de jueces centenarios. El dintel ostentaba la inscripción en latín que ya había visto, impresa en ceras y sellos: «Non sibi, sed tot.» —no para sí mismo, sino para todos—; las letras, algo erosionadas por los siglos, conservaban la voz de un credo que, para muchos, había sustituido al dogma clerical.

Era la misma frase que había leído en el sello del doctor Theodore Lewis, estampada en el encabezado de aquel legajo que lo había conducido hasta allí. Julius la contempló un instante más de lo necesario, como quien examina una verdad que ha perdido su pureza. En esa sentencia veía una ironía cruel: la medicina, concebida para aliviar, se había erigido en una religión moderna, con sus propios dogmas, jerarquías y altares. Los quirófanos y los anfiteatros anatómicos no eran distintos a capillas donde se ofrecían cuerpos en sacrificio al conocimiento.

El aire circundante estaba frío y seco; el rumor de la calle se diluía detrás, como una vibración distante. Subió los escalones de granito con paso firme, aunque su mirada se detuvo un instante en los ventanales del primer piso, donde creía percibir sombras moviéndose entre cortinas pesadas. Cruzó el vestíbulo de mosaicos sin reparar en los retratos que lo flanqueaban. El silencio del lugar era quirúrgico, cargado con ese olor metálico a tinta, cuero y humedad controlada que solo poseen los archivos donde reposa la historia de la carne. La sensación era la de penetrar en un santuario distinto: el aroma a papel encuadernado, madera barnizada y polvo antiguo le dio la bienvenida, mientras sus pasos resonaban con un eco que parecía devolverle la propia solemnidad de su propósito.

No traía consigo la curiosidad vana de un aficionado: llevaba en el bolsillo un cuaderno con anotaciones, una fecha impresa en una línea pálida y la convicción de quien sabe que algunas preguntas no pueden esperar. Se acercó al mostrador de recepción y presentó su solicitud con un tono medido, respetuoso, el mismo con el que se habla en los cementerios o en los salones de disección.

—Doctor Julius Grey —dijo, deslizando un pliego sellado—. Solicito acceso a los archivos médicos antiguos. Estoy llevando una investigación sobre la genealogía clínica de ciertas patologías hereditarias y sería de gran utilidad revisar los registros de mediados del siglo pasado.

El archivista era un hombre de avanzada edad, de rostro afilado y gafas redondas que parecían amplificar la severidad de su mirada. Su escritorio estaba cubierto por montones de legajos y carpetas atadas con cordeles, dispuestos con un rigor que rozaba la devoción, como si cada documento fuese un relicario. En la sala apenas reinaba otro sonido que el crepitar del gas en las lámparas, cuyo resplandor amarillento proyectaba sombras oblicuas sobre los anaqueles y paredes revestidas de madera oscura.

—¿Qué tipo de registro desea consultar, doctor Grey? —preguntó el hombre, sin alzar la vista, con un tono que parecía medir cada sílaba.

—Casos clínicos correspondientes a mediados del siglo XVI —respondió Julius con voz neutra, impasible—. En particular, aquellos firmados por un médico llamado Theodore Lewis.

El hombre detuvo el movimiento de su pluma por un instante, como si el nombre hubiera rozado una fibra que prefería no tocar. Luego asintió con lentitud y comenzó a pasar los índices encuadernados, hoja tras hoja, con un cuidado que tenía algo de teatralidad ritual.

—No figura ningún Lewis entre nuestros registros de ese período —dijo finalmente, sin apartar los ojos del papel.

Julius inclinó la cabeza con una sonrisa leve, aunque sus ojos permanecieron inalterables, fríos, calculadores. Desde su posición, distinguió el temblor casi imperceptible de la mano del hombre al volver la última página, un gesto que delataba algo más que simple fatiga: un eco de temor o de secreto guardado.

—¿Está completamente seguro? —insistió Julius con cortesía contenida—. Quizá algún error de transcripción… un Lewes, un Louis, incluso un Lowis… La grafía solía variar en los siglos anteriores.

—Le aseguro, doctor Grey, que no hay constancia de ningún médico con ese nombre.

La voz del archivista era cortante, aunque trataba de sostener la compostura profesional. Se ajustó las gafas y apartó los índices con un ademán concluyente, como quien cierra un asunto incómodo y espera que nadie insista más.

En ese instante, una campanilla sonó en el pasillo contiguo. El archivista se levantó, murmurando algo acerca de un pedido urgente desde la sala de catalogación. Julius aprovechó la distracción; lo siguió con la mirada hasta verlo desaparecer por un corredor lateral y, entonces, reparó en una pequeña llave de bronce que descansaba sobre la pared detrás del mostrador, allí donde colgaban las que él llamaría sus «hermanas», guardianas de oportunidades.

Discretamente, inspeccionó los costados y, con la cautela de un cirujano, pasó tras el mostrador, leyó las pequeñas placas hasta identificar la que buscaba y la tomó. Caminó por los pasillos silenciosos, midiendo cada paso, hasta detenerse frente a una puerta al fondo, de madera oscura, adornada con una placa de latón grabada en letras austeras: «Archivum Medicorum – Ingresso Vetito.» —el lugar donde reposaba la documentación de los médicos acreditados del Royal College of Physicians.

El pestillo cedió con un chasquido apenas perceptible. Dentro, el aire parecía cargado con el peso de décadas selladas. Una neblina de polvo se alzaba con cada paso, suspendiéndose en la penumbra como partículas de tiempo, flotando entre rayos de luz que las lámparas de gas dejaban caer con temblorosa parsimonia.




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