Cáliz de Sangre

Capítulo LXXXIII

La noche se había asentado sobre Londres con la melancolía grave de un órgano lejano. El aire, tibio y denso por el verano, parecía suspenderse sobre las calles adormecidas, donde el polvo y el humo de las lámparas formaban un velo dorado. El carruaje avanzaba hacia el norte, arrastrando en su paso el eco de los cascos contra el empedrado. Julius permanecía en silencio, con el rostro apenas iluminado por la lámpara interior. El traqueteo constante de las ruedas acompasaba sus pensamientos: cada golpe de piedra contra el metal resonaba como una idea que se negaba a abandonarlo. Aún conservaba en la mente la caligrafía del doctor Lewis, las observaciones precisas sobre Margaret Whitemore.

Cuando el carruaje torció por la avenida principal que conducía a la residencia, el aire se volvió más claro, aunque el frío mantenía su filo metálico. Elmsleigh Manor emergió entre los árboles desnudos, imponente y silenciosa, con sus ventanales encendidos como ojos de una criatura insomne. Las sombras del jardín parecían inclinarse hacia el visitante, deformadas por el resplandor de los faroles.

El cochero detuvo el carruaje frente al pórtico, donde la luz pálida de las lámparas caía sobre la piedra antigua. Julius descendió con la compostura de quien ha pasado horas sumergido entre registros y documentos, ajustó la corbata y alisó el chaleco con gesto preciso antes de tocar la puerta.

El mayordomo, un hombre de expresión imperturbable, lo recibió sin sorpresa.

—Doctor Grey —saludó con una cortesía tan austera como respetuosa.

Con un ademán mesurado, le permitió el paso al vestíbulo, donde la penumbra se mezclaba con el aroma a madera encerada y velas recién encendidas. El pasillo conducía hacia un salón cálidamente iluminado por lámparas de aceite. Beatrice y Henry Whitemore se encontraban allí: la condesa bordaba con minuciosa atención, mientras el conde leía en silencio, con una copa de brandy reposando en la mesa auxiliar.

El sirviente se inclinó ante sus señores y, con voz modulada, anunció la visita.

—El doctor Grey.

—Señor Grey —dijo Henry, con una sonrisa medida—. No esperábamos su visita.

—Le ruego disculpe la intromisión, milord —respondió Julius con calma—. Consideré oportuno venir en persona.

Beatrice alzó la vista y dejó el bordado sobre la mesa.

—¿Ha ocurrido algo con Eleanor? —preguntó, con un leve temblor de inquietud en la voz.

Julius negó suavemente.

—Nada alarmante, milady. Diría, incluso, que su progreso es constante. Algunos lo juzgarían lento, pero los avances verdaderos nunca se precipitan.

La serenidad de su tono pareció apaciguar el aire. Henry asintió, complacido por la prudencia de la respuesta.

—Eleanor siempre ha sido de espíritu impaciente. Supongo que la ciencia posee sus propios tiempos.

—Y sus caprichos —añadió Julius, esbozando una leve sonrisa que arrancó a la condesa una risa contenida.

El ambiente se distendió, y por un instante la conversación tomó el ritmo amable de las visitas prolongadas. Sin embargo, Henry retomó pronto su compostura. Tomó el vaso de brandy, bebió un pequeño sorbo y lo dejó de nuevo sobre la mesa con parsimonia.

—Pero dígame, doctor —prosiguió con un matiz más grave—, no recordaba haber acordado una nueva consulta. Y menos a estas horas.

El silencio se espesó apenas. Julius sostuvo la mirada del conde con firmeza, sin sombra de desafío. Asintió con serenidad y habló con la misma mesura que caracterizaba cada uno de sus gestos.

—Tiene razón, milord. No estaba prevista y le pido disculpas por ello. Sin embargo, he hecho un hallazgo que considero de importancia para el caso de su hija. No quise posponerlo. Cuando se trata de la salud de Lady Whitemore, la demora sería un descuido imperdonable.

Henry lo observó un instante más, calibrando la intención de sus palabras, antes de asentir lentamente.

—Muy bien, doctor —dijo al fin—. Entonces adelante, puede verla. La encontrará en la biblioteca, aún con sus lecciones de francés.

Julius inclinó la cabeza con respeto, sin perder la autoridad de su oficio, y avanzó por el pasillo tras el mayordomo. La noche se filtraba por los ventanales, proyectando sombras largas sobre el suelo pulido, mientras la ciencia y el misterio se preparaban para encontrarse una vez más en aquella casa.

El mayordomo lo condujo por el pasillo alfombrado en un silencio casi reverente. El aire del atardecer aún se filtraba por las rendijas de las altas ventanas, trayendo consigo un aroma leve a lavanda y a tierra tibia. Afuera, el canto insistente de los grillos y el rumor distante del jardín daban la impresión de que el mundo entero contenía la respiración. Julius avanzaba con paso firme, sosteniendo el maletín en una mano. El resplandor dorado del sol moría sobre los marcos de las puertas, tiñendo el corredor de un tono melancólico.

Cuando el mayordomo abrió la puerta de la biblioteca, el sonido del picaporte quebró suavemente el silencio. Julius asomó el rostro, y la escena ante él le arrancó una expresión apenas perceptible: Eleanor estaba sentada junto a la ventana, rodeada de libros abiertos, con el cabello recogido a medias y algunos mechones azabache sueltos sobre las mejillas. Tan absorta estaba que no advirtió su presencia. La luz del crepúsculo se derramaba sobre sus manos, sobre el papel y el hilo azul de su vestido, otorgándole un aire casi etéreo.




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